domingo, 7 de dezembro de 2008

Las Ofrendas: Una sola persona- C.H.Mackintosh

Antes de considerar los detalles del asunto que vamos a tratar, tenemos que tomar en cuenta, primeramente, la posición que ocupa Jehová en el Levítico, y, a continuación, el orden en que se suceden en él los sacrificios que constituyen el asunto de la primera parte del libro.

“Llamó Jehová a Moisés, y habló con él desde el tabernáculo de reunión”. Había hablado desde lo alto del Sinaí, y la posición que entonces había tomado sobre el santo monte imprimía a sus comunicaciones un carácter particular. En el monte de fuego Dios dio una “ley de fuego” (Deuteronomio 33:2). Pero, en el Levítico, Jehová habla desde el tabernáculo que hemos visto erigir al término del libro anterior. “Finalmente erigió el atrio alrededor del tabernáculo y del altar, y puso la cortina a la entrada del atrio. Así acabó Moisés la obra. Entonces una nube cubrió el tabernáculo de reunión, y la gloria de Jehová llenó el tabernáculo porque la nube de Jehová estaba de día sobre el tabernáculo, y el fuego estaba de noche sobre él, a vista de toda la casa de Israel, en todas sus jornadas” (Éxodo 40: 33-38).

El tabernáculo era la habitación del Dios de gracia. Jehová podía establecer allí su morada porque estaba rodeado de lo que representaba de manera viviente el fundamento de sus relaciones con su pueblo. Si se hubiera manifestado en medio de Israel con la gloria terrible con la que se había revelado en el monte Sinaí, no habría podido ser más que para consumirlos en un momento como “pueblo de dura cerviz”. Pero Jehová se retiró detrás del velo, tipo de la carne de Cristo (Hebreos 10:20), y se situó encima del propiciatorio, donde la sangre de la expiación, y no “la rebelión y la dura cerviz” de Israel (Deuteronomio 31:27), se presentaba a su vista y respondía a las exigencias de su naturaleza. Esa sangre, llevada adentro del santuario por el sumo sacerdote, era el tipo de la más preciosa sangre que purifica de todo pecado; y aunque Israel, según la carne, no discernía nada de todo ello, esa sangre justificaba el hecho de que Dios morase en medio de su pueblo; ella santificaba para la purificación de la carne (Hebreos 9:13).

Tal es, pues, la posición que Jehová ocupa en el libro del Levítico, posición que no se debe olvidar si se quiere tener exacto conocimiento de las revelaciones que este libro encierra. Todas esas revelaciones llevan el sello de una inflexible santidad, unida a la gracia más pura. Dios es santo, sea cual fuere el lugar desde el que habla. Es santo en el monte Sinaí y es santo en el propiciatorio; pero, en el primer caso, su santidad estaba ligada a “un fuego consumidor”, mientras que en el segundo va unida a la gracia paciente. La unión de la perfecta santidad y de la perfecta gracia es lo que caracteriza a la redención que es en Cristo Jesús, redención que se encuentra prefigurada de diversas maneras en el libro del Levítico.
Es preciso que Dios sea santo, aun condenando eternamente a los pecadores impenitentes; pero la plena revelación de su santidad en la salvación de los pecadores hace resonar en el cielo un concierto de alabanzas: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14). Esta doxología, o himno de alabanza, no pudo resonar cuando fue promulgada “la ley de fuego”, porque si bien —como no podemos dudarlo— a la ley del Sinaí se unía “gloria a Dios en las alturas”, esta ley no traía ninguna paz a la tierra ni buena voluntad para con los hombres, ya que era la declaración de lo que los hombres debían ser antes de que Dios pudiese complacerse en ellos. Mas cuando “el Hijo” vino como hombre a la tierra, las inteligencias celestes pudieron expresar la plena satisfacción del cielo en él, cuya persona y obra podían reunir, de la manera más perfecta, la gloria divina y la bendición del hombre.


ORDEN DE LAS OFRENDAS

Ahora debemos decir unas palabras acerca del orden en que se suceden los sacrificios en los primeros capítulos de nuestro libro. Dios pone en primer lugar el holocausto y en último término el sacrificio por la culpa; termina por donde nosotros empezamos. Este orden es notable y muy instructivo. Cuando, por primera vez, la espada de la convicción penetra en el alma, la conciencia examina los pecados pasados que pesan sobre ella, la memoria dirige sus miradas hacia atrás, a las páginas de la vida pasada y las ve ennegrecidas por innumerables transgresiones contra Dios y contra los hombres. En este período de su historia, el alma repara menos en la fuente de donde proceden sus transgresiones que en el hecho abrumador y palpable de que tal y tal acto han sido cometidos por ella; de ahí su necesidad de saber que Dios, en su gracia, ha provisto un sacrificio por virtud del cual “toda ofensa” puede ser gratuitamente “perdonada” (Colosenses 2:14); y este sacrificio, Dios nos lo presenta en el “sacrificio por la culpa”.

Mas, a medida que el alma progresa en la vida divina, viene a ser consciente de que estos pecados que ha cometido no son más que los retoños de una raíz, las distintas aberturas de una misma fuente y, además, que el pecado en la carne es esa raíz o esa fuente. Este descubrimiento conduce a un ejercicio interior mucho más profundo aun, al que nada puede apaciguar si no es un conocimiento también más profundo de la obra de la cruz, en la cual Dios mismo “condenó al pecado en la carne” (Romanos 8:3). El lector notará que no se trata, en este pasaje de la epístola a los Romanos, de «los pecados en la vida», sino de la raíz de donde provienen, a saber, “el pecado en la carne” . Es ésta una verdad que tiene inmensa importancia. Cristo no solamente “murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras” (1.ª Corintios 15:3) sino que fue hecho “pecado por nosotros” (2.ª Corintios 5:21). Tal es la doctrina del “sacrificio por el pecado”.

Cuando, por el conocimiento de la obra de Cristo, la paz ha entrado en el corazón y en la conciencia, nos podemos alimentar de Cristo —el fundamento de nuestra paz y de nuestro gozo— en la presencia de Dios. Hasta llegar a esto, hasta que veamos todas nuestras transgresiones perdonadas y nuestro pecado juzgado, no podemos disfrutar de paz ni de gozo. Es preciso que conozcamos el sacrificio por la culpa y el sacrificio por el pecado antes de que podamos apreciar la ofrenda de paz, o de regocijo o de acción de gracias. Por esto, el orden en que “el sacrificio de paz” está colocado responde al orden según el cual nos apropiamos de Cristo espiritualmente.

El mismo orden perfecto se vuelve a encontrar en cuanto al lugar asignado a la ofrenda de oblación vegetal. Cuando una alma ha sido conducida a gustar la dulzura de la comunión espiritual con Cristo, cuando sabe alimentarse de él, en paz y con reconocimiento, en la presencia de Dios, esta alma se siente presa de un ardiente deseo de conocer más los gloriosos misterios de su persona, y Dios, en su gracia, responde a este deseo por la “ofrenda” de oblación vegetal, tipo de la perfecta humanidad de Cristo.

Después de todos los otros sacrificios viene finalmente “el holocausto”, el coronamiento de todo, la figura de la obra de la cruz cumplida bajo la mirada de Dios, sacrificio que expresa la invariable devoción del corazón de Cristo. Más adelante estudiaremos todos estos sacrificios detalladamente; aquí no hacemos más que considerar el orden relativo en que están colocados, orden verdaderamente admirable desde cualquier lado que lo miremos, el que empieza por la cruz y acaba en ella. Si descendemos de Dios a nosotros y, siguiendo el orden exterior, empezamos por el holocausto, vemos en esta ofrenda a Cristo en la cruz cumpliendo la voluntad de Dios, realizando la expiación y dándose a sí mismo enteramente para gloria de Dios. Si, por el contrario, siguiendo el orden interior nos remontamos de nosotros mismos a Dios y empezamos por el sacrificio por el pecado, vemos en esta ofrenda a Cristo en la cruz llevando nuestros pecados y aboliéndolos según la perfección de su sacrificio expiatorio; en todo, tanto en el conjunto como en los detalles, brilla la excelencia, la belleza y la perfección de la divina y adorable persona del Salvador. Todo está hecho para despertar en nuestros corazones un profundo interés por el estudio de estos tipos preciosos que son la sombra que proyecta el cuerpo que es Cristo.

Dios, quien nos dio el libro del Levítico, quiera ahora suministrarnos, por la viva potestad del Espíritu, la explicación de él, de forma que, cuando lo hayamos recorrido, bendigamos su Nombre por tantas y tan admirables imágenes que nos habrá mostrado de la Persona y la obra de nuestro bendito Señor y Salvador Jesucristo, a quien sea la gloria desde ahora y para siempre. Amén.


EL HOLOCAUSTO: CRISTO, EN SU MUERTE, TODO PARA DIOS

El holocausto nos presenta una figura de Cristo cuando “se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Hebreos 9:14); por eso el Espíritu Santo le asigna el primer lugar entre los sacrificios. Si el Señor Jesús se ofreció para cumplir la gloriosa obra de la expiación, fue porque el supremo objeto que perseguía ardientemente en esta obra era glorificar a Dios: “He aquí, vengo_; el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Salmo 40:6-8). Estas palabras fueron la sublime divisa de Jesús, en cada uno de los actos, en cada una de las circunstancias de su vida, y nunca encontraron más completa y evidente expresión que en la obra de la cruz. Cualquiera haya sido la voluntad de Dios, Cristo vino para hacer esta voluntad. Gracias a Dios, sabemos cuál es nuestra parte en el cumplimiento de “esta voluntad”, porque en ella “somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10). Sin embargo, la obra de Cristo se dirigía siempre y ante todo a Dios. Cristo encontraba su dicha en cumplir en la tierra la voluntad de Dios, lo que nadie antes que él había hecho. Por la gracia, algunos habían hecho “lo recto ante los ojos de Jehová” (1.º Reyes 15:5, 11; 14:8). Pero nadie había hecho la voluntad de Dios siempre, perfecta e invariablemente, sin titubear. Jesucristo fue el hombre obediente, “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). “Él afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lucas 9:51). Y más tarde, al ir del huerto de Getsemaní a la cruz del Calvario, expresó la sumisión absoluta de su corazón con estas palabras: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan 18:11).

Ciertamente había un perfume de olor suave en esta absoluta sumisión de Jesús a Dios. La existencia de un hombre perfecto en la tierra, cumpliendo la voluntad de Dios aun en la muerte, era para el cielo un asunto digno del mayor interés. ¿Quién, al mirar a la cruz, podía sondear las profundidades de ese corazón sumiso que se manifestaba ante Dios? ¡Nadie sino sólo Dios! pues en esto, como en todo lo que toca a su gloriosa persona, es cierto que “nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27), y nadie puede conocer al Hijo hasta que el Padre se lo revele. El espíritu del hombre puede aprender, en mayor o menor grado, cualquiera de las verdades de la ciencia que existe “bajo el sol”. La ciencia humana es del dominio de la inteligencia del hombre, pero nadie conoce al Hijo hasta que el Padre se lo revele por el poder del Espíritu Santo, por medio de la Palabra escrita. El Espíritu Santo se complace en revelar al Hijo, en tomar de las cosas de Jesucristo y hacérnoslas saber, y estas cosas las poseemos en toda su belleza y su plenitud en la Escritura. En ella no puede haber ninguna nueva revelación, porque el Espíritu Santo recordó “todas las cosas” a los apóstoles y les condujo a “toda verdad” (Juan 14:26, 16:13). No puede haber nada más allá de “toda la verdad”, así que toda pretensión de nuevas revelaciones, de un descubrimiento de una nueva verdad —es decir, no contenida en el canon de los libros divinamente inspirados— no es más que un vano esfuerzo del hombre que quiere añadir alguna cosa a lo que Dios llama “toda la verdad”. El Espíritu Santo puede, sin duda, descubrir y aplicar, con nuevo y extraordinario poder, la verdad contenida en la Escritura, pero esto es absolutamente distinto de la impía presunción que abandona el campo de la revelación divina para encontrar en otra parte principios, ideas o dogmas que tengan autoridad sobre la conciencia.
En los evangelios se nos presenta a Cristo bajo los diversos aspectos de su carácter, de su persona y de su obra, y, desde que esos preciosos documentos existen, los hijos de Dios, en todas las edades, se han complacido en valerse y beber de sus revelaciones acerca de Aquel que es el objeto de su amor y su confianza, de Aquel de quien son deudores de todo, desde ahora y por la eternidad. Pero, relativamente, es muy corto el número de los que han sido inducidos a considerar las ceremonias y los ritos de la economía levítica como algo lleno de las más detalladas instrucciones sobre tan glorioso asunto. Las ofrendas del Levítico, en particular, han sido consideradas, muy a menudo, como antiguos documentos acerca de las costumbres judaicas, sin ningún otro valor para nosotros, como algo que no comunica ninguna luz espiritual a nuestros entendimientos. No obstante, es preciso reconocer que las páginas del Levítico, en apariencia tan poco atractivas y tan cargadas de detalles ceremoniales, tienen, como las sublimes profecías de Isaías, su lugar entre “las cosas que se escribieron antes” y que han sido escritas “para nuestra enseñanza” (Romanos 15:4). Es preciso, pues, que estudiemos el contenido de este libro, como también toda la Escritura, con un espíritu humilde, despojado del «yo», con respetuosa dependencia de la enseñanza de Aquel que habla en ella, prestando una atención constante al gran objetivo, al alcance y a la analogía general del contenido de la revelación, dominando nuestra imaginación para que no se extravíe con algún entusiasmo profano; pero si, por la gracia de Dios, entramos así en el estudio de los tipos o figuras del Levítico, encontraremos en ellos una mina profunda y de las más ricas.


La víctima

Pasemos ahora al examen del holocausto, el que, como lo hemos indicado, representa a Cristo ofreciéndose a sí mismo, sin mancha, a Dios. “Si su ofrenda fuere holocausto vacuno, macho sin defecto lo ofrecerá”. La gloria esencial de la persona de Cristo forma la base del cristianismo. Cristo comunica esta dignidad y esta gloria que le pertenecen a todo lo que hace y a cada una de las funciones que desempeña. Ninguna función podía añadir nada a la gloria de Aquel que es “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:5), “Dios manifestado en carne” (1.ª Timoteo 3:16), el glorioso “Emanuel_ Dios con nosotros” (Mateo 1:23; Isaías 7:14), “el Verbo” eterno, “el Creador” y “el Conservador” del universo. Todas las funciones de Cristo, como lo sabemos, se reunían en su humanidad; y tomando esa humanidad descendió de aquella gloria que tenía al lado del Padre, desde antes de la fundación del mundo. Descendió, de este modo, en medio de una escena en la que todo le era contrario, a fin de glorificar perfectamente a Dios. Vino para ser “consumido” por un santo e inextinguible celo por la gloria de Dios (Salmo 69:9), y para efectuar el cumplimiento de sus consejos eternos.


Cristo ofreciéndose a sí mismo a Dios

El “macho”, “sin defecto”, “de un año”, es un tipo de nuestro Señor Jesucristo que se ofrece a sí mismo para cumplir perfectamente la voluntad de Dios. En esta ofrenda no debía haber nada que denotase debilidad o imperfección. Para el holocausto era menester “un macho, de un año” (comp. Éxodo 12:5). Cuando examinemos las otras ofrendas veremos que en algunos casos estaba permitido ofrecer una hembra; no que Dios pudiera tolerar alguna vez un defecto en la ofrenda —porque ésta, ante todo y en todos los casos, debía ser “sin defecto”— sino que Dios hizo en ciertos casos una concesión que no hacía más que expresar la imperfección inherente a la inteligencia del adorador. El holocausto era un sacrificio del orden más elevado, porque representaba a Cristo ofreciéndose a sí mismo a Dios; ofreciéndose entera y exclusivamente para la mirada y el corazón de Dios. Éste es un punto que es preciso comprender bien. Sólo Dios podía estimar, en su justo valor, la persona y la obra de Cristo. Sólo él podía apreciar plenamente la cruz y la perfecta consagración de Cristo, de la cual aquélla es expresión. La cruz, tipificada por el holocausto, encerraba algo que sólo el pensamiento divino podía comprender; tenía profundidades que ni mortal, ni ángel podían sondear, y hablaba con una voz que no era más que para el oído del Padre y que se dirigía directa y exclusivamente a él. Entre la cruz del Calvario y el trono de Dios había comunicaciones que exceden en mucho a las más altas capacidades de las inteligencias creadas.

“De su voluntad lo ofrecerá a la puerta del tabernáculo de reunión delante de Jehová_ y será aceptado para expiación suya” (comp. Levítico 22:18, 19). El carácter del holocausto que la Escritura hace resaltar aquí nos hace contemplar la cruz bajo un aspecto que no es suficientemente entendido. Nos sentimos demasiado inclinados a mirar la cruz simplemente como el lugar donde la gran cuestión del pecado fue tratada y liquidada entre la justicia eterna y la víctima sin mancha, como el lugar donde nuestro crimen fue expiado y donde Satanás fue gloriosamente vencido. La cruz, en efecto, es todo eso, pero es más todavía: es el lugar donde el amor de Cristo por el Padre se manifestó y se expresó en lenguaje tal que sólo el Padre lo podía comprender, y bajo este último aspecto está prefigurada la cruz en la ofrenda del holocausto, la que es una ofrenda esencialmente voluntaria. Si no hubiera sido cuestión más que de la imputación del pecado y de sufrir la ira de Dios a causa del mismo, la ofrenda, moralmente, no habría podido quedar librada a la voluntad de aquel que la ofrecía, sino que tendría que haber sido necesaria y absolutamente obligatoria. Nuestro Señor Jesucristo no podía desear ser “hecho pecado” (2.ª Corintios 5:21), no podía desear sufrir la ira de Dios y quedar privado de la claridad de su faz, y este hecho, por sí solo, nos muestra, de la manera más evidente, que la ofrenda del holocausto no representa a Cristo llevando en la cruz el pecado, sino a Cristo cumpliendo en la cruz la voluntad de Dios.

Las mismas palabras de Cristo nos enseñan que él contemplaba la cruz bajo esos dos diferentes aspectos. Cuando consideraba la cruz como el lugar de la expiación del pecado, cuando anticipaba los sufrimientos que, según este punto de vista, ella encerraba, podía decir: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa” (Lucas 22:42); se estremecía al contemplar lo que para él entrañaba su obra; su alma santa y pura retrocedía ante el pensamiento de ser hecho pecado, y su corazón amante retrocedía ante la sola idea de perder, por un momento, la luz del rostro de Dios.


El amor de Cristo por el Padre

Pero la cruz tenía otro aspecto para Cristo. Se le presentaba como un lugar donde podía revelar los profundos secretos de su amor hacia el Padre, como un lugar donde de buen grado y voluntariamente podía tomar la copa que el Padre le había dado para que la bebiera y la vaciara hasta las heces. Sin duda la vida entera de Cristo exhalaba un perfume de olor agradable que subía sin cesar hasta el trono del Padre. Él hacía siempre las cosas que agradaban al Padre; hacía siempre la voluntad de Dios, mas el holocausto no representa a Cristo en su vida, por precioso que haya sido cada uno de sus actos durante ella, sino a Cristo en su muerte, y en su muerte no como Aquel que “es hecho maldición por nosotros”, sino como Aquel que presentaba al corazón del Padre un perfume infinitamente agradable. Esta verdad reviste a la cruz de un atractivo particular para el hombre espiritual y comunica a los sufrimientos de nuestro amado Salvador un poderoso interés. El pecador encuentra en la cruz una respuesta divina a las necesidades más profundas y a los deseos más ardientes de su corazón y su conciencia. El verdadero creyente encuentra en la cruz lo que cautiva todos los afectos de su corazón, lo que traspasa todo su ser moral. Los ángeles encuentran en la cruz un objeto de continua admiración y desean mirar de más cerca estas cosas (comp. 1 Pedro 1:11, 12). Todo esto es verdad; mas hay algo en la cruz que supera en mucho las más altas concepciones de los santos o de los ángeles, a saber, la profunda devoción del corazón del Hijo, ofrecida al corazón del Padre y apreciada sólo por él; y tal es el aspecto de la cruz que está prefigurado, de modo sorprendente, en la ofrenda del holocausto.

Deseo hacer notar que si admitimos, como algunos, que Cristo llevó durante toda su vida el pecado del hombre, la hermosura propia de la ofrenda del holocausto desaparece por completo. Desaparece el carácter «voluntario» de la ofrenda; pues ¿cómo podría considerarse acto voluntario la entrega de la vida si fuese hecha por uno que por la necesidad misma de su posición estuviera obligado a dejar esa vida? Si Cristo hubiera llevado el pecado durante toda su vida, seguramente su muerte habría sido un acto necesario, y no hubiera podido ser lo que fue, a saber, un acto voluntario. Se puede afirmar, además, que no habría ni una sola ofrenda que no perdería su integridad y su hermosura si se admitiera la falsa y funesta doctrina de un Cristo que hubiese llevado el pecado en su vida. El holocausto —lo repetimos, y nunca alcanzaremos a darle demasiada importancia— no nos presenta a Cristo llevando el pecado o sufriendo la ira de Dios, sino a Cristo en su sacrificio voluntario, manifestado en su muerte en la cruz. El Hijo de Dios cumplió, por el Espíritu Santo, la voluntad del Padre, lo hizo «voluntariamente» según lo que dice él mismo: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar” (Juan 10:17-18). Pero Isaías, contemplando a Cristo como ofrenda por el pecado, dice: “Porque fue quitada de la tierra su vida” (Hechos 8:33, versión de los Setenta acerca de Isaías 53:8). Luego ¿hablaba Cristo de llevar el pecado, hablaba de la expiación cuando decía de su vida: “Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo”? “Nadie” se la quita, ni hombre, ni ángel, ni demonio, ni cualquier otro. Dejar su vida era, de su parte, un acto voluntario; la dejaba a fin de volverla a tomar. “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Salmo 40:8). Tal era el lenguaje de Aquel que, prefigurado en el holocausto, encontraba su gozo en el acto de ofrecerse a sí mismo, sin mancha, por el Espíritu eterno, a Dios.

Así pues, es de la mayor importancia comprender bien cuál es el objeto principal que Cristo perseguía en la obra de la redención; la paz del creyente no puede menos que afirmarse con ello. Cumplir la voluntad de Dios, establecer los consejos de Dios, manifestar la gloria de Dios, tal era el primero y más profundo pensamiento del consagrado corazón del Salvador, quien miraba y estimaba todas las cosas en relación con Dios. Cristo no se detuvo jamás a considerar de qué modo le afectaría a sí mismo un acto o una circunstancia cualquiera. “Él se despojó a sí mismo_ se humilló a sí mismo” (Filipenses 2:7-8), renunció a todo; por eso, al término de su carrera, pudo elevar los ojos al cielo y decir: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese” (Juan 17:4). Es imposible contemplar este aspecto de la obra de Cristo de que hablamos aquí sin que el corazón se sienta atraído hacia él y lleno de los afectos más dulces hacia su persona. Comprender que Cristo tuvo a Dios por primer objeto en la obra de la cruz no menoscaba en nada el sentimiento que tenemos de su amor por nosotros, sino muy al contrario. Este amor y nuestra salvación en él no podían fundarse más que en la gloria de Dios que él establecía con su muerte. La gloria de Dios debe constituir el sólido fundamento de todo. “Mas tan ciertamente como vivo yo, y mi gloria llena toda la tierra” (Números 14:21). Sabemos que esta eterna gloria de Dios y la eterna felicidad de la criatura están inseparablemente unidas en el consejo divino, de manera que, si la primera está asegurada, la felicidad de la criatura debe estarlo también.


Identificación del adorador con el holocausto

“Y pondrá su mano sobre la cabeza del holocausto, y será aceptado para expiación suya” (v. 4). El acto de la imposición de las manos significa una completa identificación. Por este acto significativo, la ofrenda y aquel que la presentaba se hacían uno, y en el holocausto esta unidad hacía agradable a los ojos de Dios a aquel que lo ofrecía, en la medida del valor y la aceptación de la ofrenda que presentaba. La aplicación de esto a Cristo y al creyente pone de manifiesto una verdad de las más preciosas, extensamente desarrollada en el Nuevo Testamento, a saber, la identificación eterna del creyente con Cristo y su aceptación en Él. “Como él es, así somos nosotros en este mundo” (1.ª Juan 4:17; 5:20). Para nuestra felicidad eterna se requería nada menos que esto. Aquel que no está en Cristo, está en sus pecados. No hay término medio: o bien está usted en Cristo, o bien está fuera de él, en sus pecados. No se puede estar parcialmente en Cristo; aunque no hubiera más que el espesor de un cabello entre usted y Cristo, usted se encontraría en un positivo estado de ira y condenación. Pero, si está en él, por el contrario, es “como él es” delante de Dios, y es considerado como él en presencia de la santidad infinita. Y “estáis completos en él” (Colosenses 2:10). “Nos hizo aceptos en el Amado” (Efesios 1:6), “miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efesios 5:30). “El que se une al Señor, un espíritu es con él” (1.ª Corintios 6:17). Tal es la enseñanza sencilla y clara de la Palabra de Dios. Así pues, no es posible que la “Cabeza” y los miembros sean aceptables en medidas diferentes. La Cabeza y los miembros son uno. Dios los tiene por uno; por consiguiente, son uno. Esta verdad es a la vez el fundamento de la confianza más alta y de la humildad más profunda, da la más completa certidumbre “para que tengamos confianza en el día del juicio” (1.ª Juan 4:7), siendo imposible que se formule cargo alguno contra Aquel con quien somos identificados, lo que produce en nosotros un profundo sentimiento de nuestra nulidad, porque nuestra unión con Cristo está fundada en la muerte del “viejo hombre” y en la completa abolición de todos sus derechos y de todas sus pretensiones.

Puesto que la Cabeza y los miembros son aceptados en conjunto, y como quienes ocupan la misma posición en el favor de Dios, es evidente que todos los miembros tienen parte en una misma salvación, en una misma vida, en una misma justicia, en un mismo favor. No hay grados en la justificación. El niño en Cristo tiene parte en la misma justificación que el santo de avanzada experiencia. El primero está en Cristo, e igualmente el segundo, y, como en esto reside el único fundamento en el que descansa la vida, es éste también el solo fundamento en el que descansa la justificación. No existen dos especies de vida, ni dos especies de justificación, aunque haya, sin duda, diversos grados de goce de esta justificación, diversos grados de conocimiento de su plenitud y de su extensión, diversos grados de capacidad para manifestar su poder en el corazón y en la vida. Se confunde frecuentemente el goce y la mayor o menor comprensión de la justificación con la justificación misma, la que, puesto que es divina, es necesariamente eterna, absoluta, invariable y está al abrigo de las fluctuaciones, de los sentimientos humanos y de las experiencias humanas.

Además, lo que se denomina progreso en la justificación es algo que no existe. El creyente no está más justificado hoy de lo que lo estaba ayer, y no lo estará mañana más de lo que lo está hoy. Aquel que está “en Cristo Jesús” está tan completamente justificado aquí abajo como si estuviera ante el trono de Dios. Está “completo en Cristo” es “como” Cristo; según el testimonio de Cristo mismo, está “todo limpio” (Juan 13:10). ¿Qué más podría ser antes de entrar en la gloria? Podrá hacer —y, si anda según el Espíritu, por cierto que hará— progresos en el conocimiento y en el gozo de esta gloriosa realidad; pero, en cuanto a la cosa misma de la que se trata, desde el momento en que, por el poder del Espíritu Santo, alguien ha creído el Evangelio, pasa de un positivo estado de injusticia y condenación a un positivo estado de justicia y aceptación, fundado en la divina perfección de la obra de Cristo, tal como en el holocausto la aceptación del adorador estaba fundada en el valor de su ofrenda. No era cuestión de lo que él era, sino de lo que era su sacrificio. “Y será aceptado para expiación suya”.


El sacrificio

“Entonces degollará el becerro en la presencia de Jehová; y los sacerdotes hijos de Aarón ofrecerán la sangre, y la rociarán alrededor sobre el altar, el cual está a la puerta del tabernáculo de reunión” (v. 5). Al estudiar la doctrina del holocausto es preciso no olvidar nunca que la gran verdad que se revela en esta ofrenda no es la expiación que Cristo ha hecho para responder a la necesidad del pecador, sino la presentación a Dios de lo que le era infinitamente agradable: la ofrenda voluntaria que Cristo ha hecho de sí mismo a Dios, lo que venía a ser un nuevo motivo para el amor del Padre (Juan 10:17). La muerte de Cristo, tal como se halla prefigurada en el holocausto, no manifiesta la odiosa naturaleza del pecado, sino que aparece expresando la devoción inalterable e inquebrantable de Cristo por el Padre. Cristo no está representado como portador del pecado bajo el peso de la ira de Dios, sino como el objeto de la completa satisfacción del Padre en la ofrenda voluntaria y de agradable olor que le hacía de sí mismo. “La propiciación”, en el holocausto, no está proporcionada solamente a las exigencias de la conciencia del hombre, sino al ardiente deseo del corazón de Cristo, quien, al precio del sacrificio de su vida, quiso cumplir la voluntad de Dios y asegurar la ejecución de sus eternos designios.

Ningún poder, ni hombre, ni demonio, pudo hacer vacilar a Cristo en la concreción de ese deseo. Cuando Pedro, en su ignorancia y con palabras de falsa ternura, procuraba disuadirle de afrontar la vergüenza y el oprobio de la cruz, el Señor le dijo: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (Mateo 16:22, 23). De igual modo dijo en otra ocasión a sus discípulos: “No hablaré ya mucho con vosotros; porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí. Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago” (Juan 14:30-31).

El lugar y las funciones asignadas a los hijos de Aarón en el holocausto están en perfecta armonía con lo que acabamos de decir respecto a la significación especial de esta ofrenda: “ofrecerán la sangre, y la rociarán alrededor sobre el altar”, “pondrán fuego sobre el altar”, “compondrán la leña sobre el fuego”, “acomodarán las piezas, la cabeza y la grosura de los intestinos, sobre la leña que está sobre el fuego que habrá encima del altar”. Éstos son actos muy señalados que constituyen un rasgo sobresaliente del holocausto cuando lo comparamos con la ofrenda por el pecado, en la cual no se mencionan los hijos de Aarón. “Los hijos de Aarón” representan a la Iglesia, no como cuerpo, sino como casa espiritual o familia de sacerdotes. Esto es fácil de comprender, porque así como Aarón es un tipo de Cristo, la casa de Aarón es también un tipo de la de Cristo. Así leemos en el capítulo 3 de la epístola a los Hebreos, versículo 6: “Pero Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros”. Y también: “He aquí, yo y los hijos que Dios me dio” (Hebreos 2:13). Son privilegios de la Iglesia, como institución conducida y enseñada por el Espíritu Santo, contemplar este aspecto de Cristo que se nos presenta en el primero de los tipos del Levítico y complacerse en él. “Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre” (1.ª Juan 1:3), quien en su bondad nos llama a compartir sus pensamientos con respecto a Cristo. Es verdad que nunca podremos elevarnos a la altura de esos pensamientos, pero podemos tener parte en ellos por el Espíritu Santo que mora en nosotros.


Los sacerdotes

“Y los sacerdotes hijos de Aarón ofrecerán la sangre, y la rociarán alrededor sobre el altar, el cual está a la puerta del tabernáculo de reunión”. Aun aquí encontramos un tipo de la Iglesia, considerada siempre como compañía de sacerdotes que trae el memorial de un sacrificio cumplido y lo presenta allí donde cada adorador tiene entrada. Pero no debemos olvidar que la sangre que los sacerdotes ofrecen aquí es la sangre del holocausto, y no la de la ofrenda por el pecado. Es la Iglesia que penetra, por el poder del Espíritu Santo, en el pensamiento de la profunda y perfecta devoción que Cristo manifestó hacia Dios, y no es un pecador convicto que se acoge al valor de la sangre de Aquel que llevó el pecado. Apenas si es necesario decir que la Iglesia se compone de pecadores, y de pecadores convictos de pecado; pero “los hijos de Aarón” no representan a los pecadores convictos de pecado, sino a a los santos que rinden culto, ya que intervienen en el ofrecimiento del holocausto como sacerdotes .

Algunos se equivocan en este punto. Piensan que un hombre que, por la gracia de Dios y por el Espíritu Santo, se considera en condiciones aptas para tomar parte en la adoración, de tal manera se niega a reconocer que es un pobre e indigno pecador. Éste es un gran error. En sí mismo el creyente no es nada, pero en Cristo es un adorador purificado. Ha entrado en el santuario, no como un culpable pecador, sino como sacerdote que rinde culto con vestiduras de gloria y belleza. Estar pendiente de mi culpabilidad en la presencia de Dios, no es de mi parte, como cristiano, humildad acerca de mí mismo, sino incredulidad acerca del sacrificio.
Sea como fuere, el lector se habrá podido convencer de que la idea de la imputación del pecado no entra en la ordenanza del holocausto, y que Cristo no aparece en esta ofrenda como quien lleva el pecado y está bajo el peso de la ira de Dios. Es cierto que está escrito: “y será aceptado para expiación suya”, pero “la expiación” se mide aquí —y no estará de más repetirlo— no por lo profundo y enorme de la culpabilidad del pecador sino por la perfecta ofrenda que Cristo hizo de sí mismo a Dios y por la infinita satisfacción que Dios encuentra en Aquel que así se ofreció. Esto nos da la idea más elevada de la expiación. Si contemplo a Cristo como ofrenda por el pecado, veo la expiación hecha según las exigencias de la justicia divina acerca del pecado; pero si miro el holocausto, la obra propiciatoria se me presenta revestida de toda la perfección de la buena voluntad y aptitud de Cristo para cumplir la voluntad de Dios y de la perfección de la complacencia de Dios en Cristo y en su obra. ¡Qué perfecta debe ser una expiación que es el fruto de la consagración de Cristo a Dios! ¿Habrá algo que pueda superar a este sacrificio del Hijo y a esta satisfacción del Padre? Seguramente que no; y es éste un asunto digno de ocupar para siempre a la gran familia sacerdotal cuando ésta se reúna en el atrio del Eterno.

La preparación del sacrificio

“Y desollará el holocausto, y lo dividirá en sus piezas” (v. 6). El acto ceremonial de «desollar» es particularmente expresivo; consistía en quitar la parte exterior de la víctima a fin de que lo interior se pusiera plenamente de manifiesto. No era suficiente que la ofrenda fuese “sin defecto” exteriormente; era necesario también que el interior, con todos sus ligamentos y coyunturas, fuese puesto al descubierto. Solamente para el holocausto, de modo especial, se ordena este acto, el cual está perfectamente de acuerdo con el conjunto del tipo, en cuanto tiende a hacer resaltar particularmente la perfecta sumisión de Cristo al Padre. Su obra procedía de lo más profundo de su ser; y cuanto más se sondeaban esas profundidades, más se revelaban los secretos de su vida interior y se manifestaba más claramente que una sumisión completa a la voluntad de su Padre, y un sincero deseo de buscar su gloria eran los móviles que hacían obrar al gran Arquetipo de la ofrenda del holocausto. Cristo fue, ciertamente, un cabal holocausto.

“Y lo dividirá en sus piezas”. Este acto presenta una verdad algo semejante a la que se enseña en “el perfume aromático molido” (Éxodo 30:34-38, Levítico 16:12).

El Espíritu Santo se complace en detenerse mucho en lo que constituye el perfume y el suave olor del sacrificio de Cristo, no solamente considerándolos como un todo sino también teniendo en cuenta los más pequeños detalles; en sus diversas partes y en el todo el holocausto era sin falta, y así también lo era Cristo.

“Y los hijos del sacerdote Aarón pondrán fuego sobre el altar, y compondrán la leña sobre el fuego. Luego los sacerdotes hijos de Aarón acomodarán las piezas, la cabeza y la grosura de los intestinos, sobre la leña que está sobre el fuego que habrá encima del altar” (v. 7-8). Éste era un gran privilegio para la familia sacerdotal. El holocausto se ofrecía por entero a Dios; se quemaba (Nota [1]) completamente sobre el altar, de modo que el hombre no tenía en él ninguna porción; pero los hijos de Aarón, el sacerdote, siendo asimismo sacerdotes, aparecen aquí colocados alrededor del altar de Dios para contemplar la llama de un sacrificio agradable a Dios que se elevaba a él en olor suave. Era ésta una gloriosa posición, una gloriosa comunión, un glorioso servicio para el sacerdocio, un tipo sorprendente de lo que Dios ha dado a la Iglesia, la que tiene comunión con él en lo que corresponde al perfecto cumplimiento de su voluntad en la muerte de Cristo. Cuando contemplamos la cruz de nuestro Señor Jesucristo como pecadores convictos de pecado, vemos en esta cruz lo que responde a todas nuestras necesidades; bajo este punto de vista, la cruz da a la conciencia perfecta paz. Pero como sacerdotes, como adoradores purificados, podemos también considerar la cruz bajo otro aspecto, a saber, como el cumplimiento de la santa resolución que Cristo había tomado de cumplir la voluntad del Padre, incluso hasta la muerte. Como pecadores convictos de pecado, estamos ante el altar de bronce y encontramos la paz por la sangre de la propiciación que ha sido derramada sobre el mismo; pero, como sacerdotes, estamos allí para contemplar y admirar la perfección de este holocausto, el perfecto abandono y la perfecta ofrenda que Cristo, el Hombre perfecto, hizo de sí mismo a Dios.
No tendremos más que una idea muy incompleta del misterio de la cruz si no vemos en ella más que lo que responde a las necesidades del hombre como pecador. Hay, en la muerte de Cristo, profundidades que se hallan fuera del alcance del hombre, y que sólo Dios ha podido sondear. Es, pues, importante observar que, cuando el Espíritu Santo nos ofrece figuras de la cruz, nos da, primeramente, el tipo que nos la hace ver bajo aquella de sus fases que tiene a Dios por objeto. El hombre puede allegarse a esta fuente única de delicias, puede sondearla y beber de ella para siempre; puede encontrar en ella la satisfacción de los deseos más elevados de su alma y de las facultades de su nueva naturaleza; pero, después de todo, hay en la cruz profundidades que sólo Dios puede conocer y apreciar. He aquí por qué la ofrenda del holocausto ocupa el primer lugar en el orden de los sacrificios. Además, el hecho mismo de que Dios haya instituido una figura de la muerte de Cristo, figura que es la expresión de lo que esta muerte es para él mismo, contiene múltiples enseñanzas para el hombre espiritual.

Ningún hombre, ni ningún ángel puede sondear hasta el fondo el misterio de la muerte de Cristo; pero en ella podemos discernir, al menos, algunos caracteres que por sí solos hacen que esta muerte sea preciosa, más allá de toda expresión, para el corazón de Dios. De la cruz recoge Dios su más rica cosecha de gloria. De ninguna otra manera hubiera podido ser glorificado como lo ha sido por la muerte de Cristo. En la entrega voluntaria que Cristo hizo de sí mismo a Dios, la gloria divina brilla en todo su fulgor; y en esta ofrenda que Cristo hizo de sí mismo fue puesto el sólido fundamento de todos los consejos divinos; la creación era insuficiente para esto. La cruz ofrece también al amor divino un conducto por el que puede deslizarse con justicia, y por ella, Satanás es confundido para siempre, pues Cristo, “despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2:15). Éstos son gloriosos frutos de la cruz; y cuando estamos ocupados en estos asuntos, vemos que era conveniente que hubiera una figura de la cruz que la representase en lo que ella era exclusivamente para Dios y que es conveniente también que este tipo ocupe el primer lugar, a la cabeza de todos los demás.


Un sacrificio hecho por fuego para despedir todo su olor agradable

“Y lavará con agua los intestinos y las piernas, y el sacerdote hará arder todo sobre el altar; holocausto es, ofrenda encendida de olor grato para Jehová” (v. 9). Este lavatorio que se ordena aquí hacía que el sacrificio, en figura, fuera tal como Cristo era esencialmente; hacía el sacrificio puro interior y exteriormente. Siempre estuvieron perfectamente de acuerdo los motivos interiores de Cristo y su conducta exterior; ésta fue siempre la expresión de sus motivos interiores. Todo en él tendía a un solo fin: la gloria de Dios. Los miembros de su cuerpo obedecían perfectamente a su corazón consagrado y cumplían perfectamente los deseos de ese corazón que no latía más que para Dios y para su gloria en la salvación de los hombres. Con razón el sacerdote podía “hacerlo arder todo sobre el altar”; todo, en figura, era puro, pues no estaba destinado más que a ser ofrecido a Dios sobre su altar. Había sacrificios de los cuales el sacerdote percibía su parte, y otros en los que el que los ofrecía percibía también la suya, pero el holocausto se consumía “todo” sobre el altar. Era para Dios solo. Los sacerdotes podían componer la leña y el fuego y ver subir la llama, lo que era un gran privilegio para ellos, pero no comían del sacrificio. Sólo Dios era el objeto de Cristo, en este aspecto de su muerte representado por el holocausto, y nunca será demasiada la sencillez que apliquemos para comprender este hecho. Desde el momento en que el macho sin defecto era presentado voluntariamente a la puerta del tabernáculo, hasta que, por la acción del fuego, quedaba reducido a cenizas sobre el altar, podemos ver a Cristo ofreciéndose a sí mismo sin mancha a Dios. Dios tiene, en esta obra que Cristo cumplió, un gozo propio, gozo en el que ninguna inteligencia creada podría entrar. Esto está confirmado en “la ley del holocausto”, de la que nos resta hablar.


La ley del holocausto

“Habló aun Jehová a Moisés, diciendo: Manda a Aarón y a sus hijos, y diles: Ésta es la ley del holocausto: el holocausto estará sobre el fuego encendido sobre el altar toda la noche, hasta la mañana; el fuego del altar arderá en él. Y el sacerdote se pondrá su vestidura de lino, y vestirá calzoncillos de lino sobre su cuerpo; y cuando el fuego hubiere consumido el holocausto, apartará él las cenizas de sobre el altar, y las pondrá junto al altar. Después se quitará sus vestiduras y se pondrá otras ropas, y sacará las cenizas fuera del campamento a un lugar limpio. Y el fuego encendido sobre el altar no se apagará, sino que el sacerdote pondrá en él leña cada mañana, y acomodará el holocausto sobre él, y quemará sobre él las grosuras de los sacrificios de paz. El fuego arderá continuamente en el altar; no se apagará” (véase Levítico 6:8-13). El fuego que consumía el holocausto y las grosuras de los sacrificios de paz puestos sobre el altar era la justa expresión de la santidad divina que encontraba en Cristo y en su sacrificio un alimento conveniente. El fuego que no debía apagarse jamás (lo cual representaba la acción judicial de la santidad divina) debía mantenerse continuamente. El fuego ardía en el altar de Dios, en medio de las sombras y el silencio de la noche.

“El sacerdote se pondrá su vestidura de lino, y vestirá_” etc. Aquí el sacerdote toma, en figura, el lugar de Cristo, cuya justicia personal está representada por la blanca túnica de lino. Cristo, una vez que se hubo entregado a sí mismo a la muerte de cruz, a fin de cumplir la voluntad de Dios, subió a los cielos en virtud de su propia justicia eterna, llevando consigo el memorial de la obra que había cumplido. Las cenizas atestiguaban que el sacrificio estaba consumado y que había sido aceptado por Dios; se echaban al lado del altar para dar testimonio de que el fuego había consumido el sacrificio y que no sólo estaba consumido sino también aceptado. Las cenizas del holocausto declaraban la aceptación del sacrificio; las cenizas de la ofrenda por el pecado declaraban el juicio sobre el pecado.

Muchos puntos sobre los que ahora no nos hemos detenido serán considerados en el transcurso de nuestro estudio, y así tendrán para nosotros más claridad, valor y poder. Cuando se comparan unas ofrendas con otras se da a cada una más relieve. Al ser consideradas en conjunto nos suministran una visión completa de Cristo. Son como espejos, dispuestos de tal manera que reflejan, bajo diferentes aspectos, la imagen del verdadero y único sacrificio perfecto. Ninguna figura por sí sola puede representarle en su plenitud. Era preciso que le pudiésemos contemplar en su vida y en su muerte, como hombre y como víctima, en relación con Dios y en relación con nosotros; y así le representan, en figura, las ofrendas del Levítico. De tal manera, Dios ha respondido misericordiosamente a las necesidades de nuestras almas; quiera ahora iluminar nuestra inteligencia para comprender lo que nos ha preparado y gozar de ello.
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