domingo, 25 de maio de 2008

L A BIBLIA, Su suficiencia y supremacía- C.H Mackintosh



L A BIBLIA
Su suficiencia y supremacía

C. H. Mackintosh



Sabemos de algunas personas que querrían persuadirnos con vehemencia de que las cosas están tan completamente cambiadas desde que la Biblia fue escrita, que sería necesaria para nosotros otra guía distinta de la que nos proporcionan sus preciosas páginas. Esas personas nos dicen que la sociedad no es la misma ahora que la de entonces; que la Humanidad ha realizado progresos; que ha habido tal desarrollo de los poderes de la naturaleza, de los recursos de la ciencia y de las aplicaciones de la filosofía que sostener la suficiencia y supremacía de la Biblia en una época como la actual, sólo puede ser tildado de bagatela, ignorancia o tontería.

Ahora bien, aquellos que nos dicen estas cosas pueden ser personas muy inteligentes e instruidas, pero no tenemos ningún reparo en decirles que, a este respecto, yerran “ignorando las Escrituras y el poder de Dios” (Mateo 22:29). Por cierto que deseamos rendir el debido respeto al saber, al genio y al talento siempre que se encuentren en su justo lugar y en su debida labor; pero, cuando hallamos a tales individuos ensalzando sus arrogantes cabezas por encima de la Palabra de Dios, cuando les hallamos sentados como jueces, mancillando y desprestigiando aquella incomparable revelación, sentimos que no les debemos el menor respeto y les tratamos ciertamente como a tantos agentes del diablo que se esfuerzan por sacudir aquellos eternos pilares sobre los cuales ha descansado siempre la fe del pueblo de Dios. No podemos oír ni por un momento a hombres —por profundos que sean sus discursos y pensamientos— que osan tratar al Libro de Dios como si fuera un libro humano y hablar de esas páginas que fueron compuestas por el Dios todosabio, todopoderoso y eterno, como si fueran producto de un mero mortal, débil y ciego.

Es importante que el lector vea claramente que los hombres o bien deben negar que la Biblia es la Palabra de Dios, o bien deben admitir su suficiencia y supremacía en todas las épocas y en todos los países, en todos los períodos y en todas las condiciones del género humano. Dios ha escrito un libro para la guía del hombre, y nosotros sostenemos que ese libro es ampliamente suficiente para ese fin, sin importar cuándo, dónde o cómo encontremos a su destinatario. “Toda la Escritura es inspirada por Dios... a fin de que el hombre de Dios sea perfecto (griego: a[rtiov")[1], enteramente preparado para toda buena obra” (2.ª Timoteo 3:16-17). Esto seguramente es suficiente. Ser perfecto y estar enteramente preparado debe necesariamente implicar la independencia del hombre de todos los argumentos humanos de la Filosofía y de la pretendida Ciencia.

Sabemos muy bien que al escribir así nos exponemos a la burla del instruido racionalista y del culto e ilustre filósofo. Pero no somos lo suficientemente susceptibles a sus críticas.

Admiramos en gran manera cómo una mujer piadosa —aunque, sin duda, muy ignorante— contestó a un hombre erudito que estaba intentando hacerle ver que el escritor inspirado había cometido un error al afirmar que Jonás estuvo en el vientre de una ballena[2]. Él le aseguraba que tal cosa no podría ser posible, ya que la historia natural de la ballena demuestra que ella no podría tragar algo tan grande. «Bueno —dijo la mujer— yo no conozco demasiado acerca de Historia Natural, pero sé esto: si la Biblia me dijera que Jonás se tragó el gran pez, yo le creería.» Ahora bien, es posible que muchos piensen que esta pobre mujer se hallaba bajo la influencia de la ignorancia y de la ciega credulidad; pero, por nuestra parte, preferiríamos ser la mujer ignorante que confiaba en la Palabra de Dios antes que el instruido racionalista que trataba de menoscabar la autoridad de esta última. No tenemos la menor duda en cuanto a quién se hallaba en la posición correcta.

Pero no vaya a suponerse que preferimos la ignorancia al saber. Ninguno se imagine que menospreciamos los descubrimientos de la Ciencia o que tratamos con desdén los logros de la sana Filosofía. Lejos de ello. Les brindamos el mayor respeto en su propia esfera. No podríamos expresar cuánto apreciamos la labor de aquellos hombres versados que dedicaron sus energías al trabajo de desbrozar el texto sagrado de los diversos errores y alteraciones que, a través de los siglos, se habían deslizado en él, a causa del descuido y la flaqueza de los copistas, de lo cual el astuto y maligno enemigo supo sacar provecho. Todo esfuerzo realizado con miras a preservar, desarrollar, ilustrar y dar vigor a las preciosas verdades de la Escritura lo estimamos en muy alto grado; pero, por otro lado, cuando hallamos a hombres que hacen uso de su sabiduría, de su ciencia y de su filosofía con el objeto de socavar el sagrado edificio de la revelación divina, creemos que es nuestro deber alzar nuestras voces de la manera más fuerte y clara contra ellos y advertir al lector, muy solemnemente, contra la funesta influencia de tales individuos.

Creemos que la Biblia, tal como está escrita en las lenguas originales —hebreo y griego—, es la Palabra misma del sabio y único Dios verdadero, para quien un día es como mil años y mil años como un día, quien vio el fin desde el principio, y no sólo el fin, sino todos los períodos del camino. Sería, pues, una positiva blasfemia afirmar que «hemos llegado a una etapa de nuestra carrera en la cual la Biblia ya no es suficiente», o que «estamos obligados a seguir un rumbo fuera de sus límites para hallar una guía e instrucción amplias para el tiempo actual y para cada momento de nuestro peregrinaje terrenal». La Biblia es un mapa perfecto en el cual cada exigencia del navegante cristiano ha sido prevista. Cada roca, cada banco de arena, cada escollo, cada cabo, cada isla, han sido cuidadosamente asentados. Todas las necesidades de la Iglesia de Dios para todos aquellos que la conforman, han sido plenamente provistas. ¿Cómo podría ser de otro modo si admitimos que la Biblia es la Palabra de Dios? ¿Podría la mente de Dios haber proyectado o su dedo haber trazado un mapa imperfecto? ¡Imposible! O bien debemos negar la divinidad, o bien admitir la suficiencia del «Libro». Nos aferramos tenazmente a la segunda opción. No existe término medio entre estas dos posibilidades. Si el libro es incompleto, no puede ser de Dios; si es de Dios, debe ser perfecto. Pero si nos vemos obligados a recurrir a otras fuentes para guía e instrucción referente a la Iglesia de Dios y a aquellos que la conforman —cualesquiera sean sus lugares— entonces la Biblia es incompleta y, por ende, no puede ser de Dios en modo alguno.


La tradición


Querido lector, ¿qué debemos hacer entonces? ¿Adónde debemos recurrir? Si la Biblia no es el manual divino y, por tanto, no es plenamente suficiente, ¿qué queda? Algunos nos sugerirán que recurramos a la tradición. ¡Ay, qué guía miserable! Tan pronto como nos hayamos internado en el amplio campo de la tradición, nuestros oídos se verán sobresaltados por causa de diez mil extraños y discordantes sonidos. Puede ser que nos encontremos con una tradición que parezca muy auténtica, muy venerable, digna de todo respeto y confianza y nos encomendemos así a su guía; pero, no bien lo hagamos, otra tradición se cruzará por nuestro camino reclamando con fuerza nuestra atención y conduciéndonos en una dirección totalmente opuesta. Así sucede con la tradición. La mente se aturde y uno se acuerda del alboroto en Éfeso, respecto del cual leemos que “unos, pues, gritaban una cosa, y otros otra; porque la concurrencia estaba confusa” (Hechos 19:32). El caso es que necesitamos una norma perfecta, y esto sólo puede hallarse en una revelación divina, la cual, como lo creemos, debe ser hallada en las páginas de nuestra tan preciosa Biblia. ¡Qué tesoro! ¡Cómo debemos bendecir a Dios por este don! ¡Cómo debemos alabar su nombre por su gran misericordia, la que no dejó a su Iglesia pendiente de la voluble tradición humana, sino de la segura luz divina! No necesitamos que la tradición asista la revelación, sino más bien utilizamos esta última para poner a prueba a aquélla. Darle lugar a la tradición humana para que acuda en auxilio de la revelación divina, es lo mismo que si prendiéramos una débil vela con el objeto de ayudar a los potentes rayos solares del mediodía.


La conveniencia

Pero existe aún otro muy engañoso y peligroso recurso presentado por el enemigo de la Biblia y, lamentablemente, aceptado por miles de integrantes del pueblo de Dios. Se trata de la conveniencia o del muy atractivo argumento de hacer todo el bien que podamos, sin prestar la debida atención a la manera en que hacemos tal bien. El árbol de la conveniencia es un árbol muy extendido, el cual produce los más atractivos frutos. Pero, ¡ah, querido lector, recuerde que esos frutos se sentirán amargos como el ajenjo al final! Sin duda, hacer todo el bien que podamos es algo bueno, pero reparemos con cuidado de qué manera lo hacemos. No nos engañemos a nosotros mismos por la vana ilusión de que Dios aceptará alguna vez servicios basados en una positiva desobediencia a su palabra. “Mi ofrenda a Dios”, decían los antiguos, a la vez que pasaban por alto descaradamente el claro mandamiento de Dios, como si Él fuese a sentir agrado en una ofrenda presentada de acuerdo con tal principio. Hay una íntima relación entre el viejo “Corbán” y la moderna «conveniencia», pues “nada hay nuevo debajo del sol” (Eclesiastés 1:9). La solemne responsabilidad de obedecer la Palabra de Dios era evadida mediante el plausible pretexto de “es Corbán”, o “mi ofrenda a Dios” (Marcos 7:7-13).

Así sucedió antiguamente. El “Corbán” de los antiguos justificó —o procuró justificar— un sinnúmero de transgresiones a la ley de Dios; y la «conveniencia» de nuestros tiempos seduce a otros tantos para que traspasen el límite trazado por revelación divina.

Ahora bien, reconocemos totalmente que la conveniencia ofrece los atractivos más codiciables. Parece algo muy placentero hacer mucho bien, lograr los fines de una benevolencia totalmente desinteresada, lograr resultados tangibles. No sería asunto fácil, por cierto, estimar debidamente las atrapantes influencias de tales cosas o la inmensa dificultad de arrojarlas por la borda. ¿Nunca nos hemos visto tentados, mientras nos manteníamos sobre la estrecha senda de la obediencia, a contemplar fuera de ella los brillantes campos de la conveniencia, a uno y otro lado, y exclamar: «¡Ay, estoy sacrificando mi utilidad por una idea!»? Sin duda; pero entonces, ¿qué ocurriría si tuviésemos un fundamento para esa «idea», así como lo tenemos para las doctrinas fundamentales de la salvación? La pregunta es: ¿Cuál es la idea? ¿Está ella basada sobre “así ha dicho el Señor”? (Amós 5:16). Si es así, entonces aferrémonos a ella tenazmente aunque diez mil partidarios de la conveniencia estuvieren profiriendo contra nosotros el penoso cargo de ciego fanatismo. Hay un inmenso poder en la respuesta breve pero tajante dada a Saúl: “¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos y víctimas, como en que se obedezca a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1.º Samuel 15:22). La palabra de Saúl fue sacrificios, en cambio la de Samuel fue obediencia. Sin duda el balido de las ovejas y el bramido de los bueyes eran apasionantes y llamativos. Ellos serían considerados como pruebas sustanciales de que algo estaba siendo hecho; mientras que, por otro lado, la senda de la obediencia parecía estrecha, silenciosa, solitaria e infructuosa. Pero, ¡qué penetrantes aquellas palabras de Samuel: “El obedecer es mejor que los sacrificios”! ¡Qué victoriosa respuesta a los más elocuentes defensores de la conveniencia! Palabras concluyentes, de lo más convincentes, las cuales nos enseñan que es mejor mantenerse firme como una estatua de mármol sobre la senda de la obediencia que lograr los fines más deseables mediante la transgresión de un claro precepto de la Palabra de Dios.

Pero nadie vaya a suponer que uno debe ser como una estatua en aquella senda de la obediencia. Lejos de ello. Hay servicios preciosos y extraordinarios para ser realizados por los obedientes, servicios que sólo pueden ser desempeñados por hombres así y que deben toda su preciosidad al hecho de ser fruto de la simple obediencia[3]. Ciertamente, esos servicios bien pueden no hallar lugar en el registro público de la ocupada y agitada actividad del hombre; pero ellos están registrados en lo alto y serán publicados a su debido tiempo. Como nos decía a menudo un querido amigo: «El cielo será el lugar más seguro y feliz para oír acerca de nuestra obra aquí abajo.» No perdamos esto de vista, y prosigamos nuestro camino con toda sencillez, acudiendo a Cristo, el Señor, para toda guía, poder y bendición. Que Su bendita aprobación sea suficiente para nosotros. Que no se nos halle mirando de reojo con la intención de conseguir la aprobación de un pobre mortal, cuyo aliento está en sus narices, ni anhelando hallar nuestros nombres en medio del reluciente registro de los grandes hombres de la época. El siervo de Cristo debe poner su mirada lejos de todas estas cosas. Su gran ocupación es obedecer. Su objetivo no debe ser hacer todo lo posible, sino simplemente hacer lo que se le ordena. Esto hace que todo sea claro y, además, hará de la Biblia algo precioso como la depositaria de la voluntad del Maestro, a la cual él debe acudir continuamente para saber lo que tiene que hacer y cómo lo debe hacer. Ni la tradición, ni la conveniencia, serán de utilidad para el siervo de Cristo. La pregunta vital es: “¿Qué dice la Escritura?” (Romanos 4:3).
Esto lo resuelve todo. No debe haber ninguna apelación respecto de una decisión de la Palabra de Dios. Cuando Dios habla, al hombre le corresponde la sumisión. De ninguna manera es esto una cuestión de obstinada adhesión a las ideas propias del hombre. Es justamente todo lo contrario. Es una adhesión reverente a la Palabra de Dios. Que el lector advierta esto claramente. Con frecuencia sucede que, cuando uno está decidido, a través de la gracia, a obrar de acuerdo con la Escritura, será declarado dogmático, intolerante e impetuoso; y, sin duda, uno tiene que velar por su temperamento, espíritu y estilo, aun cuando procure obrar de conformidad con la Palabra de Dios. Pero téngase muy presente que la obediencia a los mandamientos de Cristo es justo lo contrario de la arrogancia, del dogmatismo y de la intolerancia. No es de extrañar que, cuando un hombre consiente dócilmente en confiar su conciencia al cuidado de sus semejantes y en sujetar su inteligencia a las opiniones de los hombres, se lo considere como persona apacible, modesta y liberal; pero, no bien se someta con reverencia a la autoridad de la Santa Escritura, será tenido como alguien confiado en sí mismo, dogmático y de mentalidad estrecha. Que así sea. Viene rápidamente el tiempo en el cual la obediencia será llamada por su verdadero nombre y halle su reconocimiento y recompensa. El creyente fiel debe sentirse contento de esperar ese momento y, mientras lo aguarda, debe sentirse satisfecho de permitir que los hombres lo llamen como les plazca. “Jehová conoce los pensamientos de los hombres, que son vanidad” (Salmo 94:11).


El racionalismo

Pero debemos finalizar nuestro tema, por lo cual añadiremos solamente, a modo de conclusión, que existe una tercera influencia hostil contra la cual el amante de la Biblia tendrá que estar en guardia. Se trata del racionalismo o la supremacía de la razón humana. El fiel discípulo de la Palabra de Dios deberá resistir a este audaz intruso con la más firme entereza. Éste tiene la presunción de colocarse como juez de la Palabra de Dios y resolver en qué parte es digna de Dios y en qué parte no, prescribiendo límites a la inspiración. En vez de someterse con humildad a la autoridad de la Escritura, la cual se remonta de continuo a una región a la cual la pobre y ciega razón jamás la puede seguir, el racionalismo, con todo orgullo, procura hacer descender a la Escritura por debajo de Su verdadero nivel y acomodarla al de él. Si la Biblia declara algo que no concuerde aun en lo más mínimo con las conclusiones del racionalismo, entonces —se alega— tiene que tener alguna falla. Si Dios dice algo que la pobre, ciega y pervertida razón no puede conciliar con sus propias conclusiones —las cuales, nótese, las más de las veces son los absurdos más groseros— Él es excluido de su propio libro.

Y esto no lo es todo. El racionalismo nos priva de la única norma perfecta de verdad y nos conduce hacia una región en la cual prevalece la más tenebrosa incertidumbre. Procura socavar la autoridad de un libro del cual podemos creer todo y conducirnos hacia un campo de especulación en el cual no podemos estar seguros de nada. Bajo el dominio del racionalismo, el alma es como una embarcación desprendida de sus amarras de seguridad en el puerto de la revelación divina y que se verá bamboleada como un corcho sobre la turbulenta y devastadora corriente del escepticismo universal.

Ahora bien, no esperamos convencer a un consumado racionalista, aun cuando el mismo condescendiera a examinar nuestras modestas páginas, lo cual es algo muy improbable. Ni podríamos esperar ganar para nuestro modo de pensar al decidido defensor de la conveniencia, o al ardiente admirador de la tradición. Ni tenemos la competencia, ni el tiempo libre, ni el espacio para entrar en tal línea de argumento como sería necesario si fuésemos a procurar tales fines. Pero estamos deseosos de que el lector cristiano perciba, a partir de la lectura cuidadosa de este artículo, de un modo más profundo la preciosidad de su Biblia. Deseamos fervientemente que las palabras LA BIBLIA: Su suficiencia y supremacía, se graben, en amplios y profundos caracteres, en la tabla del corazón del lector (véase Proverbios 7:3).

Sentimos que tenemos un solemne deber que cumplir, en un tiempo como el presente, en el cual la superstición, la conveniencia y el racionalismo están todos en plena actividad, como tantos otros agentes del diablo, en sus esfuerzos por socavar los fundamentos de nuestra santísima fe. Ésta la debemos a aquel bendito volumen inspirado del cual hemos bebido corrientes de vida y paz para dar nuestro débil testimonio a la divinidad de cada una de sus páginas, para dar expresión, de esta forma permanente, a nuestra profunda reverencia a su autoridad y a nuestra convicción por su suficiencia divina para todas las necesidades, ya sea del creyente individualmente o de la Iglesia colectivamente.

Instamos seriamente a nuestros lectores a valorar las Santas Escrituras más que nunca, y también, en los más acuciantes términos, a que se guarden de toda influencia —sea de la tradición, de la conveniencia o del racionalismo— que tienda a debilitar su confianza en aquellos oráculos celestiales. El espíritu y los principios que hoy prevalecen hacen que sea imperioso asirnos tenazmente a la Escritura, atesorarla en nuestros corazones y sujetarnos a su santa autoridad.

¡Quiera Dios Espíritu, el autor de la Biblia, producir en el escritor y en el lector de estas líneas un amor más ardiente por esa Biblia! Quiera Él acrecentar nuestro conocimiento práctico con su contenido y conducirnos a una sumisión más completa a sus enseñanzas en todas las cosas, para que Dios sea glorificado aún más en nosotros a través de Jesucristo nuestro Señor.

Autor: C. H. Mackintosh

Traducción del inglés: Flavio H. Arrué




NOTAS


[1] N. del A.— El lector debe saber que la palabra vertida «perfecto» aparece únicamente aquí en todo el Nuevo Testamento. Esta palabra (griego: a[rtio") significa «dispuesto», «completo», «bien ajustado», como un instrumento con todas sus cuerdas; una máquina con todas sus partes; un cuerpo con todos sus miembros, coyunturas, músculos y nervios. El término corriente para «perfecto» es, en griego, tevlio", el cual significa «el alcance del fin moral», en cualquier cosa particular. (C. H. M., The man of God — El hombre de Dios, pág. 2).

[2] N. del T.— Nótese que la Biblia no habla de una ballena —como alegaba este hombre— sino de “un gran pez”.

[3] N. del A.— ¡Qué modelo tenemos de esto en nuestro bendito Señor! Durante treinta años él vivió aquí abajo veladamente, siendo conocido por los hombres sólo como “el carpintero” (Marcos 6:3), pero conocido por el Padre —y ello para Su complacencia— como el Unigénito de Dios, la ofrenda de Levítico 6:19-33 enteramente quemada sobre el altar.

sexta-feira, 23 de maio de 2008

Da Desolação à Restauração -Christian Chen

Da Desolação à Restauração
Christian Chen


“Manifestou os seus caminhos a Moisés e os seus feitos aos filhos de Israel” (Sl 103:7). Na história do povo de Deus encontramos duas classes de pessoas: aquelas que somente conhecem Seus feitos e aquelas que, além disso, conhecem Seus caminhos.Seus feitos revelam Seu poder, mas Seus caminhos revelam Sua intimidade. Os feitos de Deus têm como objetivo nos levar a conhecer Seu poder e soberania, mas Seus caminhos são os meios que Ele utiliza para revelar Seus segredos e conduzir-nos ao Seu propósito mais elevado. Conhecer apenas Seus feitos, Suas obras, significa ficar na periferia do Seu chamamento, sem conhecer o propósito para o qual fomos chamados. O grande perigo jaz em querermos egoisticamente desfrutar de Seu poder, de Suas bênçãos, não buscando conhecer Seus caminhos e cooperar com Seu propósito. Palavra aos Leitores.
O DUPLO CHAMAMENTO
A indignação de Deus derramou-se sobre aqueles que “...sempre erram no coração... e não conheceram os Seus caminhos” (Hb 3.10). No deserto caíram milhares daqueles que insistiram em andar em seus próprios caminhos, em vez de se submeterem à direção de Deus rumo à edificação do Seu testemunho; e tudo isso serviu de exemplo para nós, que já temos chegado ao fim dos tempos (1 Co 10).No entanto, Seus caminhos estão claramente definidos em Sua Palavra e Seu propósito será cabalmente cumprido. O Senhor ainda chora por Sua Jerusalém celestial e nos chama de volta para Ele, de volta para Seus caminhos.
DA DESOLAÇÃO À RESTAURAÇÃO
Atrás de todo o chamamento de Deus registrado na Bíblia há sempre uma vontade de Deus específica. A fim de realizar essa vontade, Deus chamou alguns ou um grupo de pessoas para participar de Sua obra. Toda e qualquer vontade de Deus específica é apenas uma fase do plano eterno de Deus para uma pessoa específica num tempo e espaço específicos. A fim de obtermos uma visão panorâmica do conselho eterno de Deus, é necessário correlacionar todos os dados mencionados na Bíblia a respeito do chamamento de Deus, mas descobriremos que esta é uma tarefa impossível. Contudo, entre os numerosos chamamentos de Deus, há somente oito chamamentos duplos mencionados na Bíblia. Nessas passagens, Deus chama o nome de uma pessoa duas vezes, como, por exemplo, “Abraão! Abraão! ou “Saulo! Saulo!”. Esta impressionante revelação definitivamente chama nossa atenção e nos convida a estudar este assunto mais cuidadosamente. O esforço empregado nessa tarefa mostrou-se recompensador.Por meio das revelações desses duplos chamamentos de Deus nós temos o privilégio de compartilhar com nossos leitores uma ilustração do que é a “esperança do Seu chamamento” e o maravilhoso propósito de Deus para todos os santos, tanto individual como corporativamente. Nossa oração é para que os leitores da língua portuguesa respondam ao duplo chamamento de Deus e nele caminhem à medida que Deus os capacita e, com isso, tragam um avivamento espiritual em suas localidades.
Nós agora apresentamos este livro como cinco pães e dois peixes Àquele que colocou em nossas mãos estas mensagens e o colocamos novamente naquelas mãos que por amor de nós foram feridas. Se assim for Sua vontade, que Ele mesmo abençoe esta mensagem e permita que ela alcance um público mais amplo e chegue àqueles que têm fome espiritual. Amém.
“Jerusalém, Jerusalém, que matas os profetas e apedrejas os que te foram enviados! Quantas vezes quis Eu reunir os teus filhos, como a galinha ajunta os seus pintinhos debaixo das asas, e vós não o quisestes! Eis que a vossa casa vos ficará deserta. Declaro-vos, pois, que, desde agora, já não Me vereis, até que venhais a dizer: Bendito o que vem em nome do Senhor!” (Mateus 23.37-39) “Quando ia chegando, vendo a cidade, chorou e dizia: Ah! Se conheceras por ti mesma, ainda hoje, o que é devido à paz! Mas isto está agora oculto aos teus olhos. Pois sobre ti virão dias em que os teus inimigos te cercarão de trincheiras e, por todos os lados, te apertarão o cerco; e te arrasarão e aos teus filhos dentro de ti; não deixarão em ti pedra sobre pedra, porque não reconheceste a oportunidade da tua visitação.” (Lucas 19.41)
PEREGRINAÇÃO E AS FESTAS
Buscando na presença do Senhor o que Ele desejava que eu ministrasse nessa ocasião, tive um encargo muito forte pelo sentimento expresso nos versículos citados acima. Ambos trechos têm um impressionante pano de fundo. Nosso Senhor, na metade de Seu último meio ano na terra, andou do monte Hermom até o Gólgota; em Sua jornada, Ele disse aos discípulos ser-Lhe necessário subir para Jerusalém. Esse caminho que Ele fez para Jerusalém era quase exatamente o mesmo caminho que os filhos de Israel faziam a fim de subir para as três festas anuais: a Páscoa, o Pentecoste e a Festa dos Tabernáculos. Essa trajetória era bem complexa. Por exemplo: os israelitas que moravam na Galiléia, que fica no norte de Israel, tinham de cruzar para o lado leste do rio Jordão a fim de ir para Jerusalém. O Jordão, que liga duas massas de água: o mar da Galiléia, ao norte, e o mar Morto, ao sul, é a fronteira leste de Israel. Assim, se os galileus quisessem andar menos, iam para o sul a fim de cruzar o rio. Desse modo, porém, eles teriam de passar por Samaria. Então, por eles não se relacionarem com os samaritanos, antes de chegar a Samaria eles se desviavam, cruzando para o lado leste do rio Jordão e, então, desciam para o sul. Quase chegando à cidade de Jericó – o lugar mais baixo do mundo, que se situa a aproximadamente 430 metros abaixo do nível do mar – é que os israelitas cruzavam o Jordão. Jericó é próxima de Jerusalém e é o local mais baixo daquela região – o mais elevado é Jerusalém. Portanto, eles caminhavam do lugar mais baixo para o mais elevado. Imagine uma caminhada de uma região a 430 metros abaixo do nível do mar até a região mais elevada! Esse era, sem dúvida, um caminho ascendente, no qual facilmente os peregrinos se cansavam. Por essa razão, eles cantavam salmos enquanto andavam. Há, no Livro de Salmos, um grupo de quinze deles que são chamados de “salmos dos degraus” ou “cânticos de romagem”, que são exatamente os cânticos que usavam para se encorajar mutuamente em sua jornada para Jerusalém. Esses quinze salmos os levavam à presença de Deus e os reunia em Sua presença. Todos os anos, os israelitas se reuniam para comemorar as festas e para estar, juntos, diante da face de Deus. Eles caminhavam por muitos dias e durante sua peregrinação havia muitos sofrimentos, muitos perigos. A esse caminho a Bíblia chama de “caminho de Sião”: é o caminho que leva o homem à presença de Deus. Mas a Bíblia diz também que esse caminho passa por um vale, o Vale de Baca, que significa “vale das lágrimas”. Portanto, ir para Jerusalém a fim de buscar a Deus implica pagar um alto preço. Os israelitas passavam por muitas tribulações, dificuldades e perigos e, quando viam seus pés dentro das portas de Jerusalém, quando finalmente chegavam à presença de Deus, naquele momento podiam cantar juntos o salmo 133: “Oh! Como é bom e agradável viverem unidos os irmãos!” Por que todos haviam se disposto a buscar a presença de Deus, eles descobriam, não somente a presença de Deus, mas também a presença dos irmãos, em um único caminho. Por isso, cantavam: “Oh! Como é bom e agradável viverem unidos os irmãos!” Este é o auge do cântico dos degraus. O salmo seguinte era o que eles cantavam ao se despedir. Assim, podemos dizer que o objetivo da ida a Jerusalém era aquele momento em que eles podiam cantar quão bom e agradável era estarem unidos. Os peregrinos não podiam conter a alegria quando, ainda ao longe, avistavam os muros de Jerusalém. Ao ver Jerusalém, eles se esqueciam das dificuldades e dos sofrimentos do caminho; ao ver Jerusalém, podiam esquecer-se das lágrimas do vale; por isso, dos que chegavam a Jerusalém, não havia um sequer que não se rejubilasse e desejasse celebrar a festa. Assim, o preço que eles pagaram durante os dias de jornada, todas as dificuldades do caminho foram válidas, pois, por fim, chegavam à presença de Deus.
O TESTEMUNHO DE DEUS
Que há de melhor do que a presença de Deus? O que há de melhor do que ver os irmãos? Primeiramente, vemos a Deus e, então, os irmãos; nosso relacionamento espiritual deve ser primeiramente com Deus, o sentido vertical, e depois com os irmãos, sentido horizontal. Não somos um agrupamento, ou um clube ou um partido que se reúne apenas por termos crenças iguais. Somos irmãos. E encontramos nossos irmãos no caminho de Sião. Eu quero andar no caminho de Sião e outro irmão também quer – é um caminho difícil, pelo qual temos de pagar um preço, pois ele passa pelo vale das lágrimas; mas, quando estamos juntos, vemos Jerusalém edificada sobre o monte, na região mais elevada, e ficamos cheios de alegria e satisfação juntamente com os irmãos que subiram conosco. Jerusalém edificada alegra a nós e a Deus, pois, na Bíblia, ela representa eternamente o testemunho de Deus.Por que ela era o testemunho de Deus? Porque lá estava Seu templo, o qual representa a presença de Deus. Portanto, quando os filhos de Israel estavam reunidos, o conteúdo de seu ajuntamento era a presença de Deus. Com a presença Dele, tudo lhes era um paraíso! Bastava-lhes chegar à presença de Deus para perceber que todo esforço e todas as lágrimas valeram a pena. Portanto, todos os que percorreram o caminho de Sião, chegando à presença de Deus, descobriram Deus e também descobriram os irmãos.Por isso, irmãos e irmãs, temos sempre de lembrar que a presença de Deus se manifesta, de maneira espontânea, numa expressão concreta, que era representada, no Antigo Testamento, pela cidade de Jerusalém. Portanto, Jerusalém representa o testemunho de Deus, e o testemunho de Deus é baseado em Sua presença. Por isso, pode-se abrir uma fábrica ou uma escola, mas nunca poderemos abrir, produzir ou fundar o testemunho de Deus. Basta-nos ter interiormente a presença de Deus para, de forma espontânea, termos exteriormente Seu testemunho glorioso.
A PRESENÇA DE DEUS E O TEMPLO – O CONTEÚDO E A CASCA
Ao ler o Antigo Testamento, devemos sempre ter em mente que, quando Jerusalém é mencionada, temos uma referência ao testemunho de Deus, pois a cidade de Deus e Seu templo são inseparáveis. O templo é a realidade interior e a cidade é o testemunho exterior – por haver a presença de Deus, o resultado gerado exteriormente é o testemunho de Deus.Portanto, quando a presença de Deus é verdadeira, Ele permite que exteriormente se veja um testemunho concreto. No entanto, quando a realidade interior é perdida, o testemunho exterior é perdido. Não podemos nos enganar: quando a vida divina se esvai, quando não temos a presença de Deus, o que vemos é meramente uma organização humana, o resultado do agir das mãos do homem. Quando a realidade interior já não existe, Deus não deseja que criemos uma falsificação de Seu testemunho. Havendo Sua presença, temos o paraíso; por isso, não precisaremos fazer propaganda do testemunho de Deus, dizendo: “Nós somos a igreja e ninguém mais é” – todos os que falam assim provam que não são a igreja. Aquele que realmente tem a presença de Deus pode falar qualquer coisa, menos essas palavras. Não há meio termo: ter a presença de Deus é ter a presença de Deus; quando a vida vazou ela vazou; se a água da vida entre nós secou, não temos água da vida. Não nos enganemos.Precisamos ter clareza de que Deus destrói o que é visível externamente quando não há mais realidade interiormente – Ele permite que não permaneça pedra sobre pedra. Quando os israelitas se rebelaram contra Deus, quando adoravam ídolos em oculto, quando não procediam mais como na época de Davi – exteriormente tudo ainda estava igual, pois o templo estava lá e o serviço a Deus ainda era realizado, aparentemente nada havia mudado, mas só Deus sabia que a realidade interior já não existia. Por isso, o livro de Ezequiel diz que a glória de Deus se retirou de Seu templo para o oeste do monte das Oliveiras e dali ascendeu aos céus. Por essa razão, no registro do Antigo Testamento, a partir desse evento, Deus passou a ser chamado apenas de Deus dos céus, em lugar de Senhor dos céus e da terra. Em Jerusalém, antes do cativeiro babilônico, havia o nome de Deus, mas, porque Sua presença fora perdida, Sua glória se retirou para o céu; por isso, a Jerusalém da terra, o templo da terra, se tornou apenas uma casca: bela por fora, mas sem vida por dentro. Por isso, Deus permitiu que o exército babilônico invadisse a Cidade Santa e a incendiasse. E, enquanto Jerusalém queimava, o profeta Jeremias estava, provavelmente, escondido numa caverna do monte Gólgota. Ele via a cidade sendo incendiada; o fogo estava queimando fora de Jeremias, mas a Bíblia nos indica que, na realidade, o fogo ardia dentro dos ossos de Jeremias, queimando até esgotarem suas lágrimas. Por isso, ele é conhecido como o profeta que chora (cf. Lm 3.49).
O CHORO DE JEREMIAS
Enquanto Jeremias via Jerusalém, a Cidade Amada, o testemunho de Deus, ardendo em chamas, o fogo do céu queimava dentro dele e ele chorava pela cidade. Nessa situação, ele escreveu o livro de Lamentações de Jeremias. Esse livro registra o choro de Jeremias por Jerusalém, pois ela deveria ser o testemunho de Deus, mas agora foi destruída, agora não há pedra sobre pedra. Ela não era a cidade do grande Rei? Ela não fora edificada pelo próprio Deus? O próprio Deus havia dito que a escolhera e que nela habitaria; Ele disse que escolheu Sião. Ele desejava morar naquela cidade, queria ter nela Seu lugar de descanso. Mas, por causa da idolatria dos israelitas, Deus permitiu que Nabucodonosor invadisse Jerusalém e a incendiasse. E Jeremias chorou ao ver isso. Quão diferente isso era de quando os israelitas se reuniam em Jerusalém nas festas! Ali não havia ninguém de mãos vazias, pois cada um deles levava o produto da terra de Canaã, a terra que manava leite e mel. Aqueles milhares de israelitas, como um só homem, davam um único testemunho de Deus na terra, cantando: “Oh! Como é bom e agradável viverem unidos os irmãos!”. Quando havia a realidade interior, Deus permitia sua manifestação exterior.Jerusalém estava sempre no coração dos filhos de Israel, mesmo quando estavam no cativeiro babilônico. Toda vez que se lembravam de Sião, eles choravam. A única coisa que podiam fazer era pendurar as harpas nos salgueiros junto aos rios de Babilônia, pois não lhes era possível entoar as belas canções de sua terra (Sl 137.1-4). Onde quer que eles estivessem, jamais se esqueceriam de Jerusalém, pois ela representava o testemunho de Deus. Por essa razão, não havia israelita que não rejubilasse ao chegar em Jerusalém, que não derramasse lágrimas de alegria, pois todas as dores e dificuldades já haviam passado. Aqueles que realmente conheciam o testemunho de Deus, ao ver Jerusalém, eram tomados de incontida e espontânea alegria. Mas, ao lermos a Bíblia, vemos que Alguém teve uma reação diferente ao ver Jerusalém.
O caminho que o Senhor percorreu com os discípulos no último meio ano de Seu ministério era quase o mesmo que os israelitas andavam para ir a Jerusalém, o caminho de Sião. Nessa etapa final de Seu ministério, Ele seguia resolutamente para a Cidade Santa e disse algumas vezes aos discípulos: “Eis que subimos para Jerusalém” (Mt 16.21; 20.18; Mc 10.32, 33; Lc 9.51, 53; 13.22; 17.11; 18.31; 19.28). Jerusalém era Seu alvo. Em Mateus 16, lemos que Jesus perguntou aos Seus discípulos quem o povo dizia ser Ele. Alguns personagens foram mencionados, e havia também quem dissesse ser Ele Jeremias. Isso não é coincidência, mas é a soberania de Deus! Por que Jesus se parecia com Jeremias? Porque, em toda a Bíblia, só houve duas pessoas que choraram por Jerusalém: Jeremias e o Senhor Jesus.
O CHORO DE JESUS
Quando Ele e os discípulos finalmente chegaram a Jerusalém – ao contrário dos outros israelitas que choravam no caminho por causa das dificuldades, mas alegravam- se ao ver a Cidade de Deus –, nosso Senhor chorou por ela! Assim como no Antigo Testamento houve uma pessoa que chorava por Jerusalém, assim também há Alguém no Novo Testamento. No Antigo Testamento, temos o livro das Lamentações de Jeremias, um longo poema que expressa todo o sentimento profundo do profeta. E, lendo atentamente as palavras do Senhor Jesus, vemos que elas também são um poema. Há vários poemas ditos pelo Senhor e registrados nos Evangelhos, não temos tempo de vê-los um a um agora, mas há um que é especial: este que se identifica com as lamentações de Jeremias. A constituição deste poema é lamentação, a constituição deste poema é dor. Há poemas que, por meio de suas rimas e estrutura, nos dão um sentimento de alegria, mas tanto Lamentações quanto esta declaração de Jesus são cheias de lamento e dor. O poema está registrado em Mateus 23.37: “Jerusalém, Jerusalém, que matas os profetas e apedrejas os que te foram enviados! Quantas vezes quis Eu reunir os teus filhos, como a galinha ajunta os seus pintinhos debaixo das asas, e vós não o quisestes! Eis que a vossa casa vos ficará deserta. Declaro-vos, pois, que, desde agora, já não me vereis, até que venhais a dizer: Bendito o que vem em nome do Senhor!” Os especialistas em poesia hebraica dizem que esse trecho da palavra do Senhor Jesus tem uma estrutura de poema igual à de Lamentações de Jeremias.Quando o Senhor chora por Jerusalém, Ele concentra Seu sentimento nestas palavras: “Jerusalém, Jerusalém (...) Quantas vezes quis Eu reunir os teus filhos, como a galinha ajunta os seus pintinhos debaixo das asas”.Jerusalém é uma cidade, é a capital de Israel. É uma cidade que pode ser achada no mapa, que foi edificada sobre um monte. A história não registra nenhuma cidade do mundo que tenha passado tantos sofrimentos como esta. Segundo alguns autores, desde o início dos registros históricos, Jerusalém já foi destruída e reconstruída por pelo menos vinte vezes.Mas quando o Senhor Jesus chorava por Jerusalém, Ele não estava chorando por uma cidade material, um amontoado de edifícios e ruas. A cidade pela qual Ele chorou é uma cidade que pode escolher, pode decidir, pode optar por ser reunida pelo Senhor sob Suas asas. O Senhor Jesus queria reunir os filhos de Jerusalém como a galinha ajunta os pintinhos debaixo das asas, mas os israelitas responderam dizendo: “Crucifica-O! Crucifica-O!” Para os israelitas, Jerusalém sempre foi uma cidade santa; por isso, todos os que não eram santos não podiam morrer dentro da cidade. Sem dúvida, o Senhor Jesus é o Santo – Ele é a encarnação da santidade de Deus –, mas os israelitas consideraram a cidade muito mais santa que o próprio Senhor. Os judeus jogavam todo o lixo fora da cidade: eles crucificaram o Senhor fora da cidade e preferiram um salteador. Eles clamaram:“Crucifica-O! Crucifica-O!”. Veja, amado irmão e irmã: o Senhor Jesus a queria, mas Jerusalém não queria a Ele. Se Jerusalém fosse, de fato, em sua realidade interior, uma cidade santa, como poderia não receber o Santo Senhor Jesus? Portanto, o Senhor Jesus não chorou apenas pela Jerusalém do mapa, a Jerusalém da história. Aos olhos do Senhor Jesus, Jerusalém era algo muito mais elevado do que simplesmente uma cidade: ela representava o testemunho de Deus e, por isso, está relacionada ao eterno propósito de Deus. Ao chorar por Jerusalém, Jesus disse: “Jerusalém, Jerusalém (...) Quantas vezes quis Eu reunir os teus filhos (...) e vós não o quisestes!” E, pouco depois, acrescentou: “Eis que a vossa casa vos ficará deserta.” Quando era apenas um menino, Jesus disse: “Não sabíeis que me cumpria estar na casa de meu Pai?” (Lc 4.29). O templo de Jerusalém era, no sentimento do Senhor, a casa do Pai. Mas ao chorar por Jerusalém, Ele disse: “Eis que a vossa casa vos ficará deserta.” O templo de Deus deveria ser o lugar de descanso de Deus; se fosse, o Senhor teria dito: “Esta é a casa de Meu Pai”. Mas, a partir do momento em que a realidade interior da presença de Deus não existe mais, por estar o templo de Deus em desolação, o Senhor refere-se a ele como “a vossa casa”. Os israelitas, no Antigo Testamento, já manifestavam essa indisposição de se arrependerem de seus pecados e se consolavam dizendo que Jerusalém não seria destruída, pois o templo de Deus estava ali: “Templo do SENHOR, templo do SENHOR, templo do SENHOR é este” (Jr 7.4), eles repetiram para se entorpecer. Na verdade, a glória de Deus já se havia retirado dali, mas eles ainda falavam: “Este é o templo de Deus, a cidade de Jerusalém não será destruída, pois uma vez que haja o templo de Deus, ele será eternamente o templo de Deus!” É como os que dizem hoje: “Uma vez que somos a igreja de Deus, seremos eternamente a igreja de Deus.” A Igreja de Deus não é a casa do Pai? Sim, no princípio, de fato, era assim. Lembrem-se que o Senhor Jesus disse:“Não sabíeis que Me cumpria estar na casa de Meu Pai?” Mas ao chorar por Jerusalém, Ele disse: “Eis que a vossa casa vos ficará deserta.” Em Lucas 19.41, Ele acrescentou: “Não deixarão em ti pedra sobre pedra”. E a história comprova que essa palavra foi cabalmente cumprida.
A DESTRUIÇÃO DA CASCA VAZIA
Em Mateus 24.1, 2, o Senhor disse algo com respeito à situação futura do templo de Deus. Isso foi profetizado quando Ele andava com os discípulos no templo e estes se maravilharam das pedras com que havia sido edificado. O templo foi construído com pedras muito grandes colocadas umas sobre as outras, pedras extremamente pesadas, entre as quais não foi usado nenhum tipo de cimento – elas ficavam ligadas umas às outras apenas por seu próprio peso. A maneira como o templo foi edificado indica a maneira como a Igreja deve ser edificada. Edificação da Igreja não é criar maneiras de fazer com que os irmãos fiquem juntos, ensinando computação ou cuidando da saúde dos idosos, por exemplo. Se fizermos isso, é como ter de usar cimento para juntar as pedras. Mas, de acordo com a tipologia da construção do templo, a edificação da Igreja acontece como decorrência espontânea do peso espiritual diante do Senhor que cada pedra viva adquire por meio de muitas lições espirituais preciosas aprendidas em oculto. Assim, quando nos reunirmos com outros irmãos, teremos o peso espiritual que adquirimos na presença do Senhor. Somos edificados juntos, pois você tem peso e eu também tenho peso; nós, por nós mesmos, não temos peso espiritual algum, pois só Cristo é nosso peso. Quanto mais você experimenta Cristo, mais peso você tem. Irmãos e irmãs, a Igreja é edificada exclusivamente dessa maneira.Por causa dessa característica do templo, os discípulos se admiraram: “Mestre! Que pedras, que construções!” Mas Jesus lhes disse: “Dias virão em que não ficará pedra sobre pedra que não seja derribada”. Irmãos e irmãs, essa profecia se cumpriu completamente. No ano 70 d.C., o comandante romano Tito liderou seu exército e invadiu Jerusalém. Os soldados cortaram todas as oliveiras do Monte das Oliveiras e usaram a madeira para preparar a invasão. E eles iam atacar Jerusalém exatamente na época da celebração da páscoa, quando os israelitas, de todos os lugares, vinham a Jerusalém para comemorar a festa. Era uma cena muito curiosa! A cidade estava cercada por cavalos e exércitos e, por isso, era tempo de todos se afastarem da zona de guerra – mas os israelitas vinham em grande número para Jerusalém. Por que eram tão corajosos? A razão é que eles achavam que Jerusalém nunca seria destruída. Eles entendiam que, uma vez que Jerusalém era a cidade de Deus, edificada por Deus, ela jamais seria destruída. Eles supunham serem especialmente protegidos por Deus por serem judeus, enquanto seus inimigos eram gentios, povo desprezado por eles e por Deus. Eles diziam que aquela era a cidade eterna e, por isso, os romanos não a conquistariam. Isso os tornou obcecados, a ponto de entrar na cidade, em meio ao cerco, para comemorar a festa. Os soldados romanos não podiam acreditar no que viam! “Eles deveriam correr da cidade; por que todos vão para ela?” Mas era exatamente esta a situação: os israelitas obcecados de todas as partes do país seguiam para lá. Então, Tito deu ordem para que se abrissem todas as portas da muralha, a fim de quem quisesse entrar entrasse. E, exatamente nesse momento, muitos discípulos, por lembrar da profecia de Jesus de que haveria uma grande tribulação que não deixaria ficar pedra sobre pedra, por crer que aquela palavra do Senhor não falharia, aproveitaram a ocasião em que os judeus entravam na cidade para dela fugir. Entre esses discípulos estavam João e a mãe de Jesus. Finalmente, as portas da cidade foram fechadas – e aquela foi a última Páscoa do povo de Israel –, e eles morreram todos. Os romanos incendiaram a cidade e o templo. Quando metade do templo estava queimando, eles se lembraram de que lá havia muito ouro e prata que, agora, derretidos, estavam escorrendo para as fendas das pedras. Então, foi dada uma ordem para que todo o exército tirasse o ouro e a prata do meio das pedras. E, por isso, não ficou pedra sobre pedra, sendo, desse modo, cumprida integralmente a profecia do Senhor Jesus. Daquele dia em diante, a nação de Israel desapareceu totalmente da terra, até ser restabelecida em 14 de maio de 1948. Isso foi o cumprimento da palavra do Senhor: “Eis que a vossa casa vos ficará deserta. Declaro-vos, pois, que, desde agora, já não Me vereis, até que venhais a dizer: Bendito o que vem em nome do Senhor!” No futuro, eles reconhecerão que Jesus é o Messias e dirão: “Bendito o que vem em nome do Senhor!” Mas, naquela época, o que eles disseram? “Crucifica- O! Crucifica-O! Elimina-O! Preferimos o salteador, nós não O queremos.” Quando Pilatos perguntou: “Hei de crucificar o vosso rei?”, que responderam os judeus? “Não temos rei, senão César!” Os judeus sempre deveriam dizer que além de Deus não tinham rei. Por isso, os judeus e os romanos não se misturavam; mas, para eliminar o Senhor Jesus, disseram algo que era totalmente contra sua consciência e sua lei. JUNTOS!Depois de termos sido salvos, percebemos que não somos os únicos: há muitos outros cristãos que, como nós, têm a vida de Cristo. Vemos, então, que estamos na Casa de Deus. Fomos chamados do mundo por Deus para que estejamos juntos; portanto, ninguém pode ser um cristão isolado ou solitário. Sem Deus não podemos viver, mas sem os irmãos e as irmãs também não podemos viver nem amadurecer. Por definição, a Igreja é, primeiramente, a reunião dos chamados. Todos nós, cristãos, fomos chamados por Deus para sair do mundo e reunir-nos. E essa reunião dos chamados é a Igreja, é a Casa de Deus, é o templo de Deus. Assim, o templo do Antigo Testamento é apenas uma prefiguração da Igreja. Temos de lembrar sempre que a Igreja não testemunha de si mesma, mas testifica de nosso Senhor. Quando desfrutamos a presença do Senhor, naturalmente nós O exaltamos e Dele testemunhamos; desse modo, Sua glória e beleza são espontaneamente manifestadas por meio de nós. Ninguém consegue expressar sozinho todas as características de Cristo; mas em um irmão vemos a mansidão de Cristo, em outro vemos Sua longanimidade, em outro, Sua humildade. E, quando nos reunimos, vemos uma única personalidade, que é a de Cristo. A personalidade de Cristo é Sua imagem, à qual estamos sendo conformados a fim de que as pessoas possam ver Sua glória e beleza. Recentemente, houve um terremoto muito forte em Taiwan, e muitos irmãos foram ajudar aqueles desabrigados das áreas atingidas. Ali, naquela situação, foi possível perceber que alguns conhecem de fato a Igreja, mas muitos, não. O testemunho da Igreja exalta a Cristo. Se vestimos a roupa do evangelho e o capacete do evangelho, o que mostramos às pessoas é Cristo, nós mesmos não ficamos visíveis. Você sabe por que nosso corpo necessita ser coberto? Você sabe por que expor o corpo é vergonha? Cobrir o corpo tem por objetivo fazer com que o mundo inteiro veja apenas nossa cabeça. Do mesmo modo, o testemunho da Igreja nunca deve exaltar a ela mesma, mas unicamente a Cristo. É suficiente levarmos as pessoas a crer em Jesus, não precisamos que as pessoas nos conheçam nem valorizem o que fizemos. Quando ocorreu o terremoto em Taiwan, muitas áreas foram severamente atingidas. No entanto, por haver naquelas áreas de calamidade muitos repórteres e câmeras de televisão de todo o mundo, os cristãos que ajudavam as pessoas desabrigadas levantavam grandes bandeiras, nas quais estava escrito que eles eram de tal “igreja” e de tal denominação. Amados irmãos e irmãs, o que foi mostrado ao mundo todo pela televisão? Esse o testemunho que o Corpo de Cristo deve dar? O Corpo dá testemunho da Cabeça, não de si mesmo. Mas o problema está em que, naquela situação, alguns queriam que o mundo inteiro soubesse que eles estavam socorrendo os afligidos pelo terremoto – estavam chamando atenção sobre si mesmos. A Bíblia registra que a Igreja primitiva socorria os pobres segundo o preceito do Senhor, de que a mão esquerda não deveria saber o que a mão direita fazia (Mt 6.3), nunca com o objetivo de exaltar o homem. Quão diferente, porém, daquilo que vimos em meio à destruição em Taiwan! Mas, além da exaltação do homem, ali vimos a manifestação das divisões entre os filhos de Deus – grupos separados sob bandeiras distintas, anunciando sua própria obra. O testemunho de Deus, representado por Jerusalém, não é algo abstrato. Após termos sido salvos, tornamo-nos membros da Igreja, que é o lugar de desfrute da presença de Deus. Por isso, quando nos reunimos com outros irmãos, testemunhamos da unidade. Por conhecermos, de fato, o Senhor e Sua Igreja, não aceitamos que haja qualquer divisão entre Seu povo. Desse modo, graças ao amor de Cristo em nós, sabemos amar aqueles que não são amáveis, aqueles que são diferentes de nós, mesmo aqueles que não viram a luz de Deus sobre a Igreja. O amor nos faz humildes, o amor nunca nos faz sentir especiais. Esse é o testemunho da Igreja: um testemunho de unidade e de amor.
O MAIS IMPORTANTE É O MAIS BAIXO
Lembro-me da primeira vez que fui a Jerusalém. Eu fiquei muito entusiasmado, pois havia subido a Sião, ao monte do Senhor. Mas eu estava um pouco preocupado: eu não tinha certeza se aquele era o verdadeiro monte Sião! Em Jerusalém – este é um fato curioso –, você vai encontrar dois pináculos, dois lugares da última ceia, dois Gólgotas, e muitas outras coisas duplas. Então, por causa de minha dúvida, perguntei a um monge do mosteiro que ficava naquele lugar: “Este é realmente o monte Sião? ”Ele me respondeu: “Este não é o monte Sião.” Então, perguntei-lhe onde ficava o monte. Ele respondeu: “Como em redor de Jerusalém estão os montes, assim o SENHOR, em derredor do Seu povo” (Sl 125.2). O menor desses montes que você vir, este é Sião.” Então, eu olhei para o leste e também para o oeste, perguntando-me onde estava o monte de Deus. O monge, que estava me observando, me disse: “Você está procurando de maneira errada. Não olhe para cima nem para os lados; você tem de olhar para baixo, você tem de olhar para o vale. Ali há um pequeno monte: aquele é realmente o monte Sião do tempo de Davi. O monte Sião em que você está agora é o monte assim designado de acordo com a tradição católica, não é Sião do tempo de Davi, não é o monte Sião da Bíblia.” A Bíblia diz que os povos dos montes afluirão para Sião (Is 2.2). A palavra “afluirão” no original tem a idéia de fluir como água. Obviamente, a água nunca corre para cima, mas sempre para baixo; portanto, se todos os montes fluem para este monte, o monte Sião não apenas é o menor, mas também o mais humilde. No entanto, o mesmo versículo diz que o monte da Casa do SENHOR será estabelecido sobre os mais altos montes. Como poderão as águas fluir em direção ao cume? Isso é um paradoxo! Sim, e ele encerra um princípio espiritual fundamental: se somos realmente espirituais, se, de fato, andamos com o Senhor, se somos úteis a Ele e a Sua Casa, devemos ser os mais baixos, os mais humildes, os que mais servem. Somente a vida de Cristo em nós e o operar profundo de Sua cruz podem gerar esse caráter em nós.Irmãos e irmãs, isto é o monte Sião, e assim deve ser o testemunho da Igreja. Se realmente vemos o que é a Igreja, se realmente vemos o que é o testemunho de Deus, jamais diremos que somente nós somos a igreja e ninguém mais é. No momento em que falamos assim, já não somos o mais baixo, mas nos elevamos a nós mesmos e ninguém consegue nos acompanhar. Isso não é testemunho da Igreja. Por isso, quando nos reunimos, temos de lavar os pés uns dos outros. O que significa lavar os pés? Humilhar-nos para servir aos irmãos. Quando nos reunimos, não estamos somente diante dos pés do Senhor, mas estamos também diante dos pés dos irmãos. Essa é uma vida humilde. Assim, todo o testemunho da Igreja deveria ser a representação do monte Sião. Então, ao unirmos o monte Sião ao monte Moriá temos Jerusalém. Isso prefigura nosso testemunho. Para os judeus, há uma cidade: Jerusalém; nela há um templo, o templo de Deus. A cidade é material e o templo é material, mas Deus, por meio dos filhos de Israel, nos dá uma ilustração muito importante, pois, na verdade, Jerusalém representa algo espiritual: o eterno propósito de Deus. Isso é trabalho de Deus, não trabalho nosso. Mas se você ama a Deus, naturalmente tem parte na Sua obra. Portanto, repito: hoje nós estamos reunidos, fomos chamados para andar juntos, fomos chamados do mundo para exaltar a Cristo, glorificar a Cristo, dar testemunho por nosso Senhor. Agora por meio de nós há um testemunho visível: as pessoas não devem nos ver, mas ver apenas a Cristo.

Irmãos em Cristo Jesus.

Irmãos em Cristo Jesus.
Mt 5:14 "Vós sois a luz do mundo"