sexta-feira, 27 de junho de 2008

“LA VERDADERA GRACIA DE DIOS, EN LA CUAL ESTÁIS”- J. N. Darby

“LA VERDADERA GRACIA DE DIOS, EN LA CUAL ESTÁIS”

(1.ª Pedro 5:12)


Dios se nos ha dado a conocer como “el Dios de toda gracia” (1.ª Pedro 5:10), y la posición en la cual hemos sido colocados es la de haber “gustado que el Señor es benigno” (1.ª Pedro 2:3), es decir, lleno de gracia. A menudo, cuán difícil nos resulta creer que el Señor es benigno. El sentimiento de nuestros corazones naturales es: Sé que “eres hombre severo” (Lucas 19:21); en todos nosotros hay naturalmente una absoluta incomprensión de la gracia de Dios.

Algunos piensan que la gracia implica que Dios pasa por alto el pecado, pero ello no es así; la gracia supone que el pecado es una cosa tan abominable que Dios no lo puede tolerar; si estuviera al alcance del hombre, después de haber hecho mal, rectificar sus actos y corregir su propia naturaleza a fin de poder estar ante Dios, no habría ninguna necesidad de la gracia. El mero hecho de que el Señor obre por gracia demuestra que el pecado es algo tan espantoso que, siendo el hombre pecador, su estado es enteramente ruinoso y sin esperanza, y que nada sino solamente la soberana gracia puede responder a su necesidad.

Debemos aprender lo que Dios es para nosotros, no por medio de nuestros propios pensamientos, sino por medio de la revelación que él nos ha dado acerca de sí mismo, es decir, “el Dios de toda gracia”. En cuanto comprendo que soy un hombre pecador y que el Señor vino a mí porque conocía plenamente la vastedad y el horror de mi pecado, comprendo también lo que es la gracia. La fe me hace ver que Dios es mayor que mi pecado y no que mi pecado es mayor que Dios. El Señor al que he conocido como Aquel que entregó su vida por mí es el mismo Señor con el cual tengo que ver cada día de mi vida, y toda su forma de obrar para conmigo descansa sobre los mismos principios de gracia. El gran secreto para crecer es considerar al Señor como Dios de gracia. Qué precioso y alentador es el hecho de saber que en todo momento Jesús experimenta por mí y ejerce para conmigo el mismo amor que cuando murió en la cruz por mí.

Ésta es una verdad que deberíamos tener presente en las circunstancias más corrientes de la vida. Supongamos, por ejemplo, que tengo un defecto que me parece difícil de corregir; si me dirijo a Jesús como a mi Amigo, él me proporciona el poder del cual tengo necesidad para hacerlo. La fe debería estar siempre en ejercicio contra las tentaciones, y no solamente mis propios esfuerzos, los que nunca serán suficientes. La fuente del verdadero poder es el sentimiento de que el Señor está lleno de gracia. El hombre natural nunca quiere reconocer a Cristo como la única fuente de fuerza y de toda bendición. Si mi comunión con el Señor se ve interrumpida, mi corazón natural siempre dirá: «Debo corregir la causa de este estado antes de que yo pueda allegarme a Cristo.» Pero Él está lleno de gracia; y sabiendo esto, lo único que tenemos que hacer es volver a él enseguida, tal como estamos, y luego humillarnos profundamente ante él. Solamente en él hallaremos y de él recibiremos lo que puede restaurar nuestras almas. La humildad en su presencia es la única verdadera humildad. Si en su presencia reconocemos ser exactamente lo que somos, descubriremos que él manifiesta para con nosotros nada más que la gracia.

Es Jesús quien da a nuestras almas descanso perdurable, y no nuestra opinión personal acerca de nosotros mismos. La fe nunca considera como fundamento del descanso lo que hace en nosotros; ella recibe, ama y teme la revelación de Dios y los pensamientos de Dios en cuanto a Jesús, en el cual está Su descanso. Si Jesús es precioso para nuestras almas, si nuestros ojos y nuestros corazones están pendientes de él, la vanidad y el pecado que nos rodean no tendrán ascendiente sobre nosotros, y en eso radicará también nuestra fortaleza contra el pecado y la corrupción de nuestros propios corazones. Todo cuanto veo en mí mismo fuera de él es pecado, pero lo que me hará humilde no será pensar en mis propios pecados, en mi mala naturaleza, ni estar ocupado con ellos, sino, al contrario, pensar en el Señor Jesús, meditar en la excelencia de su Persona. Es bueno terminar con nosotros mismos y ocuparnos con Jesús. Tenemos derecho a olvidarnos de nosotros mismos, a olvidarnos de nuestros pecados, nos asiste el derecho a olvidarnos de todo, salvo de Jesús.

No hay nada tan difícil para nuestros corazones como permanecer conscientes de la gracia, permanecer prácticamente conscientes de que no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia; con la gracia, el corazón es afirmado (Hebreos 13:9), pero no hay nada más difícil para nosotros que comprender efectivamente la plenitud de la gracia, aquella “gracia de Dios, en la cual estáis”, y andar por el poder que deriva de ella.

Únicamente en la presencia de Dios podemos conocerla, y es nuestro privilegio estar allí. En cuanto nos alejamos de la presencia de Dios, nuestros propios pensamientos están siempre listos para actuar, y ellos nunca pueden alcanzar el nivel de los pensamientos de Dios en cuanto a nosotros, es decir, la “gracia de Dios”.

Si yo pensara que tengo el más mínimo derecho a algo, ello no sería la pura y libre gracia, no podría ser la “gracia de Dios”. Sólo en comunión con él podemos medir todas las cosas en relación con su gracia. Cuando permanecemos conscientes de la presencia de Dios, es imposible que alguna cosa, sea la que fuere —aun el estado de la Iglesia— pueda turbarnos, puesto que contamos con Dios, y entonces todo se encuentra para nosotros en una esfera en la que se ejerce su gracia.

La verdadera fuente de nuestra fuerza como cristianos es tener pensamientos muy sencillos acerca de la gracia; y el secreto de toda santidad, paz y tranquilidad de espíritu es permanecer conscientes de la gracia en la presencia de Dios.

La “gracia de Dios” es tan ilimitada, tan plena, tan perfecta que si por un momento nos alejamos de la presencia de Dios no podemos tener la verdadera conciencia de ella, no podemos tener una justa apreciación de ella ni fuerza para captarla; y si procuramos conocerla fuera de Su presencia, la convertimos en licencia. Si consideramos sencillamente lo que es la gracia, vemos que no tiene límites ni términos. Seamos lo que seamos (y no podemos ser peores de lo que somos), a pesar de todo, Dios es AMOR a nuestro respecto. Ni nuestra paz ni nuestro gozo dependen de lo que somos para Dios, sino de lo que él es para nosotros, y esto es gracia.
La gracia consiste en la preciosa revelación de que, por medio de Jesús, todo el pecado y todo el mal que hay en nosotros han sido quitados. Un solo pecado es más horrible para Dios que mil pecados a nuestros ojos; y, sin embargo, a pesar del pleno conocimiento de lo que somos, todo lo que a Dios le place ser a nuestro respecto es AMOR.

En Romanos 7 nos es descripto el estado de una alma vivificada, pero cuyos razonamientos se centralizan en sí misma. No conoce la gracia, el sencillo hecho de que, sea cual fuere su estado, DIOS ES AMOR, y únicamente amor a nuestro respecto. En vez de mirar a Dios, todo es “yo”, “yo”, “yo”. La fe mira a Dios tal como él se ha revelado en gracia. ¿Soy yo, o es mi estado el objeto de la fe? No, la fe nunca toma por objeto lo que está en mi corazón, sino la revelación que Dios hace de sí mismo en gracia.

La gracia se relaciona con lo que Dios es, y no con lo que nosotros somos, excepto en que la grandeza de nuestros pecados magnifica la inmensidad de la “gracia de Dios”. También debemos recordar que la gracia tiene por objeto y por efecto necesario allegar nuestras almas a la comunión con Dios, santificarnos al enseñarnos a conocer a Dios y a amarle; por consiguiente, el conocimiento de la gracia es la verdadera fuente de santificación.

El triunfo de la gracia se aprecia en el hecho de que, cuando la enemistad del hombre arrojó a Jesús de la tierra, el amor de Dios introdujo la salvación mediante ese mismo acto; él vino a expiar el pecado de aquellos que le habían rechazado. Ante el pleno desarrollo del pecado del hombre, la fe ve el pleno desarrollo de la gracia de Dios. Si tengo la más mínima duda o vacilación en cuanto al amor de Dios, es que me he alejado de la gracia. Entonces diría: «Soy desdichado, por cuanto no soy lo que querría ser»; pero ésa no es la cuestión. La verdadera cuestión es ésta: ¿Dios es lo que nosotros querríamos que él fuese? ¿Jesús es todo lo que podemos desear? Si la conciencia de lo que somos, de lo que hallamos en nosotros, tiene otro efecto que no sea aumentar nuestra adoración por lo que Dios es, aunque incluso nos humillemos, estamos alejados del terreno de la pura gracia. ¿Hay descontento y desconfianza en su mente? Vea si no se debe a que aún está diciendo “yo”, “yo”, “yo”, perdiendo de vista la gracia de Dios.

Es mejor pensar en lo que es Dios que en lo que somos nosotros. Mirarnos a nosotros mismos es prueba de orgullo, carencia de una cabal conciencia de que no servimos para nada. Mientras no veamos esto no podremos alejar las miradas de nosotros mismos para dirigirlas a Dios. Al mirar a Cristo, es nuestro privilegio olvidarnos de nosotros mismos. La verdadera humildad no consiste tanto en pensar mal de nosotros mismos como en no pensar en nosotros mismos para nada. Soy demasiado malo para merecer que se piense en mí. Lo que necesito es olvidarme de mí mismo y mirar a Dios, quien es digno de todos mis pensamientos. El resultado de ello será hacernos humildes en cuanto al concepto de nosotros mismos.

Amados, si podemos decir como en Romanos 7: “En mí (es a saber, en mi carne) no mora el bien” (v. 18) ya hemos pensado lo suficiente en nosotros mismos; pensemos entonces en Aquel que tuvo a nuestro respecto “pensamientos de paz, y no de mal” (Jeremías 29:11) mucho antes de que nosotros hubiésemos pensado sea lo que fuere de nosotros mismos. Consideremos sus pensamientos de gracia a nuestro respecto y retengamos estas palabras de fe: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31).

EL DOMINIO PROPIO- C. H. Mackintosh

EL DOMINIO PROPIO



La palabra griega traducida "templanza" en 2.ª Pedro 1:6 en la versión inglesa King James tiene un significado mucho más profundo que el que normalmente se le asigna a ese término. Usualmente la palabra "templanza" se aplica a los hábitos de moderación con referencia a comer y beber. No cabe duda de que éste es parte de su significado, pero el sentido en el griego es mucho más amplio. De hecho, la palabra griega empleada por el inspirado apóstol significa propiamente "dominio propio" (como en la versión española Reina-Valera), y transmite la idea de uno que tiene el dominio de sí mismo de forma habitual y que sabe gobernar el yo.

Ejercer el dominio de uno mismo es, en efecto, una gracia extraordinaria y admirable, la cual comunica su bendita influencia sobre toda la marcha, el carácter y la conducta del individuo. Esta gracia no sólo afecta directamente uno, dos o veinte hábitos egoístas, sino que ejerce su efecto sobre el yo en toda la gama y variedad de ese tan amplio y odioso término. Más de uno que miraría con orgulloso desdén a un glotón o a un borracho, puede él mismo faltar a toda hora de manifestar la gracia del dominio propio. Ciertamente, los excesos en la comida y la bebida deben ser clasificados junto con las formas más viles y degradantes de egoísmo. Deben ser considerados como parte de los frutos más amargos de este árbol tan extendido del yo. El yo, en efecto, es un árbol, y no solamente la rama de un árbol ni el fruto de una rama, y nosotros no sólo debemos juzgar el yo cuando está activo, sino controlarlo para que no actúe.

Puede que alguno pregunte: «¿Cómo puedo controlar el yo?» La bendita respuesta es simple: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece" (Filipenses 4:13). ¿No hemos obtenido la salvación en Cristo? Sí, bendito sea Dios, la hemos obtenido. ¿Y qué incluye esta palabra maravillosa? ¿Es simplemente la liberación de la ira venidera? ¿Es meramente el perdón de nuestros pecados y la seguridad de estar librados del lago que arde con fuego y azufre? Por más preciosos que fueren estos privilegios, la “salvación” abarca mucho más que ello. En una palabra, "salvación" implica una plena aceptación de Cristo con el corazón, como mi "sabiduría" para guiarme fuera de la oscuridad de la insensatez y de los caminos torcidos, hacia los caminos de luz y de paz celestial; como mi "justicia" para justificarme delante de un Dios santo; como mi "santificación" para hacerme prácticamente santo en todos mis caminos; y como mi "redención" para darme liberación final de todo el poder de la muerte, y entrada en los campos eternos de gloria (1.ª Corintios 1:30).

Por eso, es evidente que el "dominio propio" está incluido en la salvación que tenemos en Cristo. Es el resultado de esa santificación práctica de que nos ha dotado la gracia divina. Debemos guardarnos con cuidado del hábito de tener una visión estrecha de la salvación. Debemos procurar entrar en toda su plenitud. Es una palabra que se extiende desde la eternidad hasta la eternidad y abarca, en su poderoso barrido, todo los detalles prácticos de la vida diaria. No tengo ningún derecho de hablar de salvación de mi alma en el futuro mientras rehúse conocer y manifestar su influencia práctica en mi conducta en el presente. Somos salvos, no sólo de la culpa y la condenación del pecado, sino del poder, la práctica y el amor de él en su plenitud. Estas cosas nunca deben separarse; y ninguno que ha sido divinamente enseñado en cuanto al significado, magnitud y poder de esa palabra preciosa —salvación—, lo hará.

Al presentar ahora a mi lector unas observaciones prácticas sobre el asunto del dominio propio, voy a considerarlo bajo las tres divisiones siguientes, a saber: a) los pensamientos, b) la lengua y c) el temperamento. Doy por sentado que me estoy dirigiendo a personas salvas. Si mi lector no lo fuere, sólo puedo dirigirlo a la única senda verdadera y viviente: "Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú y tu casa" (Hechos 16:31). Pon tu entera confianza en Él y estarás tan seguro como Él mismo lo es. Ahora procederé a tratar el práctico y tan necesario tema del dominio propio.

En primer lugar, trataremos acerca de nuestros pensamientos y del control que habitualmente debemos ejercer sobre ellos. Supongo que hay pocos cristianos que no han padecido pensamientos perversos: esos intrusos molestos que aparecen en nuestra más profunda intimidad, perturbando continuamente el descanso de nuestra mente, y que tan frecuentemente oscurecen la atmósfera alrededor de nosotros y nos privan de mirar arriba con una vista clara y plena hacia el cielo luminoso. El salmista podía decir, "Los pensamientos vanos aborrezco" (Salmo 119:113). Son verdaderamente aborrecibles y deben ser juzgados, condenados y desechados. Alguien, hablando del asunto de los malos pensamientos, dijo: «Yo no puedo impedir que los pájaros vuelen sobre mí, pero sí puedo evitar que se posen en mí.» Asimismo, no puedo evitar que los malos pensamientos surjan en mi mente, pero sí puedo impedir que se alojen en ella."

Pero ¿cómo podemos controlar nuestros pensamientos? No más de lo que podríamos borrar nuestros pecados o crear un mundo. ¿Qué deberíamos hacer? Mirar a Cristo. Éste es el verdadero secreto del dominio propio. Él puede guardarnos, no sólo de que se alojen malos pensamientos, sino también de que los tales surjan en nuestra mente. No podríamos prevenir lo uno ni lo otro. Él puede prevenir ambas cosas. Él puede evitar no sólo que los viles intrusos entren, sino que también golpeen a la puerta. Cuando la vida divina está en su actividad, cuando la corriente de pensamiento y sentimiento espiritual es profunda y rápida, cuando los afectos del corazón están intensamente ocupados con la Persona de Cristo, los vanos pensamientos no vienen a atormentarnos. Sólo cuando nos dejamos invadir por la indolencia espiritual, los malos pensamientos vienen sobre nosotros. Entonces nuestro único recurso es fijar nuestros ojos en Jesús. Podríamos también intentar combatir contra las organizadas huestes del infierno, así como contra una horda de malos pensamientos. Mas nuestro refugio es Cristo. Él ha sido hecho para nosotros “santificación”. Podemos hacer todas las cosas por medio de Él. Sólo tenemos que llevar el nombre de Jesús contra el diluvio de malos de pensamientos, y Él dará con toda seguridad una plena e inmediata liberación.

Sin embargo, el medio más excelente para ser preservado de las sugerencias del mal consiste en estar ocupados con el bien. Cuando la corriente del pensamiento fluye invariablemente hacia arriba, cuando es profundo y perfectamente estable, sin ningún desvío ni lagunas, entonces la imaginación y los sentimientos, que brotan de las profundas fuentes del alma, fluirán naturalmente hacia adelante en el lecho de dicho canal. Éste es indiscutiblemente el camino más excelente. ¡Ojalá que lo probemos en nuestra propia experiencia! "Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si alguna alabanza, en esto pensad. Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced; y el Dios de paz será con vosotros" (Filipenses 4:8-9). Cuando el corazón está lleno de Cristo, habiendo incorporado de forma viva todas las cosas enumeradas en el versículo 8, disfrutamos de una paz profunda e imperturbable frente a los malos pensamientos. Éste es el verdadero dominio propio.

En segundo lugar, podemos pensar en la lengua, ese miembro influyente tan fructífero para el bien como para el mal, el instrumento con el que podemos proferir acentos de dulce y tierna simpatía, o palabras de amargo sarcasmo y de ardiente indignación. ¡Qué importancia enorme tiene la gracia del dominio propio en su aplicación a tal miembro! Graves daños, irreparables con el tiempo, puede causar la lengua en un instante. Palabras por las cuales daríamos el mundo para que fuesen borradas, puede proferir la lengua en un momento de descuido. Oigamos lo que el inspirado apóstol dice sobre este asunto:

"Porque todos ofendemos en muchas cosas. Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, que también puede con freno gobernar todo el cuerpo. He aquí nosotros ponemos frenos en las bocas de los caballos para que nos obedezcan, y gobernamos todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque tan grandes, y llevadas de impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde quisiere el que las gobierna. Así también, la lengua es un miembro pequeño, y se gloría de grandes cosas. ¡He aquí, un pequeño fuego ­cuán grande bosque enciende! Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. Así la lengua está puesta entre nuestros miembros, la cual contamina todo el cuerpo, é inflama la rueda de la creación, y es inflamada del infierno. Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres de la mar, se doma y es domada de la naturaleza humana: Pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado; llena de veneno mortal." (Santiago 3:2-8).

¿Quién entonces puede controlar la lengua? "Ningún hombre" es capaz de hacerlo, pero Cristo sí puede, y nosotros sólo tenemos que contemplarlo a Él, con simple fe. Esto implica la conciencia tanto de nuestra absoluta impotencia como de Su plena suficiencia. Es absolutamente imposible que seamos capaces de controlar la lengua. Es lo mismo que si intentáramos detener la marea del océano, los ríos de deshielo o el alud de la montaña. ¡Cuántas veces, al sufrir las consecuencias de alguna equivocación de la lengua, hemos resuelto ordenar a ese miembro desobediente algo mejor la próxima vez, pero nuestras resoluciones resultaron ser como el rocío de la mañana que se desvanece, y no tuvimos más remedio que retirarnos y llorar por nuestro deplorable fracaso en el asunto del dominio propio! ¿A qué se debió esto? Simplemente a que nosotros emprendimos esta obra sobre la base de nuestras propias fuerzas o por lo menos sin tener una conciencia suficientemente profunda de nuestra propia debilidad. Ésta es la causa de constantes fracasos. Debemos aferrarnos a Cristo como un niño se aferra a su madre. Esto no significa que el hecho de aferrarnos tenga algún mérito en sí mismo; sin embargo, debemos aferrarnos a Cristo, pues ésta es la única manera en que podemos refrenar la lengua con éxito. Recordemos siempre estas palabras solemnes y escudriñadoras del mismo apóstol Santiago: " Si alguno piensa ser religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino engañando su corazón, la religión del tal es vana." (Santiago 1:26). Son éstas palabras saludables para un tiempo como el presente cuando tantas lenguas desobedientes y vanas palabras pululan por doquier. ¡Ojalá que tengamos gracia para prestar oídos a estas palabras! ¡Que su santa influencia cale hondo en nuestros caminos!

El tercer punto que vamos a considerar es el temperamento o el carácter, el cual se halla íntimamente relacionado con la lengua y con los pensamientos. Cuando la fuente del pensamiento es espiritual, y la corriente celestial, la lengua es sólo el agente activo para el bien, y el temperamento será calmo y apacible. Si Cristo mora en el corazón por la fe, todo se halla bajo control. Sin Él, nada tiene valor. Yo puedo poseer y manifestar la calma de un Sócrates, y al mismo tiempo ignorar por completo el "dominio propio" de que habla el apóstol Pedro en 2.ª Pedro 1:6. Este último se funda en la "fe"; mientras que la calma estoica de los sabios de este mundo se funda sobre el principio de la filosofía: dos cosas totalmente diferentes. No debemos olvidar que se nos dice: "Agregad a vuestra fe, virtud..." Esto pone a la fe primero como el único eslabón que vincula el corazón con Cristo, la fuente viviente de todo poder. Teniendo a Cristo y permaneciendo en Él, somos hechos capaces de agregar a la fe "virtud, conocimiento, dominio propio, paciencia, piedad, afecto fraternal, amor". Tales son los preciosos frutos que brotan como resultado de permanecer en Cristo. Pero yo no puedo controlar mi temperamento más que mi lengua o mis pensamientos, y si me propusiera hacerlo, con toda seguridad fracasaré a cada instante. Un filósofo sin Cristo puede que manifieste un mayor dominio sobre sí mismo, su carácter y su lengua que un cristiano, si éste no permanece en Cristo. Esto no tendría que ocurrir y no ocurriría si tan sólo el cristiano considerara a Jesús. Sólo cuando falla en este punto, el enemigo gana ventaja. El filósofo sin Cristo tiene un éxito aparente en la obra tan importante del dominio propio, sólo que así puede estar más efectivamente cegado acerca de la realidad de su condición delante de Dios, y ser arrastrado precipitadamente a la perdición eterna. Satanás se deleita cuando hace tropezar y caer a un cristiano, haciendo así que éste halle así una ocasión para blasfemar el nombre precioso de Cristo.

Lector cristiano, tengamos en cuenta estas cosas. Consideremos a Cristo a fin de que controle nuestros pensamientos, nuestra lengua y nuestro temperamento. Prestemos "toda diligencia". Sopesemos todo lo que esto involucra. "Porque si en vosotros hay estas cosas, y abundan, no os dejarán estar ociosos, ni estériles en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Mas el que no tiene estas cosas, es ciego, y tiene la vista muy corta, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados" (2.ª Pedro 1:8-9). Estas palabras son profundamente solemnes. ¡Con qué facilidad caemos en un estado de ceguedad y negligencia espiritual! Ninguna medida de conocimiento, ya de doctrina, ya de la letra de la Escritura, preservará al alma de esta horrible condición. Únicamente "el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo" será de provecho. Y este conocimiento crecerá en el alma "dando toda la diligencia para agregar a nuestra fe" los diversos dones de gracia a los que el apóstol se refiere en el pasaje tan eminentemente práctico que cala hondo en nuestra alma. “Por lo cual, hermanos, procurad tanto más de hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será abundantemente administrada la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (v. 10-11).

Traducido del original en inglés «Things New and Old»

Flavio H. Arrué

Irmãos em Cristo Jesus.

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Mt 5:14 "Vós sois a luz do mundo"