sábado, 3 de abril de 2010

Cuál es la idea de la iglesia- W.Kelly

CUÁL ES LA IDEA DE LA IGLESIA

Según Roma, según el Protestantismo y según las Escrituras

LA ENSEÑANZA DE 1 CORINTIOS 12 a 14 SOBRE LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO EN LA ASAMBLEA

En el capítulo 12 de la primera epístola a los Corintios, el apóstol Pablo expone el principio de la acción del Espíritu Santo que caracteriza a la Asamblea de Dios. En el capítulo 13, encontramos la fuente del poder, y, en el 14, las consecuentes reglas prácticas a seguir. Todo esto era extremadamente necesario en ese momento para los santos de Corinto, y no lo es menos para nosotros hoy. Porque no hay otra porción de la verdad de Dios que esté más olvidada entre los cristianos que la urgente necesidad que tienen del Espíritu Santo, por una parte, y de aquello que se refiere al gran don que Dios les concedió, por otra. El mantenimiento de estas cosas está unido a la bendición especial de la Iglesia. No es que estos capítulos contengan todos los aspectos de tal bendición, o que agoten todos los temas referidos a ella; pues aquí tenemos a la Iglesia considerada muy particularmente como la escena de la actividad del poder de Dios y no como el objeto de los afectos de Cristo, tema, este último, tratado en la epístola a los Efesios. Estos capítulos de la epístola a los Corintios nos presentan la verdad de la Iglesia o Asamblea no desde el punto de vista individual, sino más bien como aquello que ha recibido de Dios el Espíritu de “poder” (tema del capítulo 12), “de amor” (tema del capítulo 13) y de ese “dominio propio” que debe caracterizar sus actividades espirituales (tema del capítulo 14).
LA PRESENCIA DEL ESPÍRITU SANTO EN LA ASAMBLEA Y LA INTROMISIÓN DEL HOMBRE
El Espíritu de poder está allí; pero cualquiera que sea la energía con la cual actúa, el Espíritu Santo no ha abolido en ninguna manera la responsabilidad del hombre; y es esto último lo que el hombre no puede comprender. El servicio de esta Persona divina es estar aquí abajo a fin de poder preparar la habitación de Dios en los santos, y para que, de esta forma, estos últimos tengan también un recurso infinito; pero, al mismo tiempo, el Espíritu todopoderoso de Dios no debía ser contrariado ni impedido, ni el testimonio que debía dar, dañado; quiero decir, no solamente arruinado en su fin, sino desviado hacia otros objetos que difieren totalmente de Él.

EL DESORDEN ECLESIÁSTICO DE LA ÉPOCA BÍBLICA NO SÓLO EMPEORÓ MUCHO MÁS HOY EN DÍA, SINO QUE REQUIERE MAYOR CUIDADO

Tal era el estado de cosas que el apóstol tenía que señalar, especialmente en el capítulo 10. Es lo que hallamos alrededor de nosotros en la actualidad, pero con un grado de deterioro mucho mayor que entonces, y de este estado de cosas la Palabra de Dios nos ha llamado a salir. Pero recordemos, amados hermanos, que cada uno de nosotros está, más de lo que cree, en peligro de volver a lo que ha dejado atrás. La caótica situación actual implica para nosotros una continua fuente de debilidad, mayor todavía —aunque menos grosera—, que la de los santos de Corinto. Vemos claramente cuán poco habían desaparecido en ellos los malos efectos del sistema del cual habían salido. Eran sin duda creyentes jóvenes en la verdad; pero el transcurso del tiempo no es lo que puede extirpar el mal; el tiempo nunca ha sido un remedio para sanar nada de lo que concierne al hombre. Existe sólo un medio: el poder divino por la verdad; porque si actúa en nosotros, lo hace por el juicio de uno mismo. El poder divino, invariablemente —si por lo menos debe haber liberación del mal— nos lo hace comprender, y nos dispone a juzgarnos a nosotros mismos bajo la luz de Dios. No hay ni puede haber liberación efectiva, en tanto el Señor, por el poder de su verdad revelada por el Espíritu, no nos conduzca a juzgarnos a nosotros mismos, escudriñándonos y examinándonos hasta el fondo del corazón.

LOS MALES DE CORINTO

Pero volviendo a los corintios, ellos estaban acostumbrados a diferentes “especies de mal” (1 Tesalonicenses 5:22), porque habían estado bajo la influencia y el dominio de Satanás, el cual actuaba con poder entre los paganos. Antes de la venida de Cristo, había en el mundo un vasto despliegue de poder satánico. Lo vemos alrededor de cada paso de nuestro amado Señor. La actividad de Satanás se revestía sin duda de diferentes formas; pero una de las peores era aquella que, usurpando el nombre de Dios, había dado a los corintios la idea de poder religioso. Ellos habían salido de esta condición totalmente falsa y habían entrado en la asamblea.

LOS MALES ECLESIÁSTICOS DE HOY

¿No corremos nosotros también un especial peligro hoy en día? ¿Y cuál? Es cierto que no hemos salido de un estado de cosas de carácter tan grosero como el de Corinto, pero sí hemos salido de una condición no menos extraña al pensamiento de Dios. Hemos salido de lo que, de hecho, es la corrupción del cristianismo: la cristiandad; y, por lo tanto, somos perfectamente capaces de introducir pensamientos, sentimientos y costumbres que, incluso los más ancianos de entre nosotros, haríamos bien en someterlos a la prueba de la Palabra de Dios. Pero aquellos que son relativamente jóvenes en el camino tienen particularmente una mayor necesidad de hacerlo; ellos nunca han dado pruebas de sus convicciones; han aceptado una enorme cantidad de cosas —mucho más de lo que creen— sobre la base de la fe de los demás, antes que por la enseñanza divina de sí mismos. Junto con muchas cosas buenas, siempre existe el peligro de que agreguemos un poco de nosotros mismos, en cada paso que damos en ese proceso, y debemos tener un particular cuidado de no volver a las cosas de donde salimos, ni de traer algo de allí.

LA IDEA CATÓLICA DE LA IGLESIA

Pero vayamos al principio. Hay dos ideas principales entre los hombres alrededor de nosotros, y todos hemos salido de una o de otra. La primera, la más extendida, es la que llamaremos la idea católica, si bien puede que la mayoría de los lectores conozcan poco de ella por experiencia. Sin embargo, la tenemos ante nuestros ojos, y estamos constantemente en contacto con personas que la soportan; es pues útil saber como responder. Esta idea católica está caracterizada sobre todo por esto: toda bendición, todo privilegio se encuentra en la Iglesia; el gran objeto de Dios, es la Iglesia; para el católico, es en la Iglesia donde está el Salvador, la vida, el perdón, toda bendición; el único medio de poseer estas cosas como cosas presentes es estar en la Iglesia y ser de la Iglesia; porque la idea católica apenas se aventura en el porvenir; y el cielo es un objeto de contemplación menor que la tierra. Así pues, la idea es que todo privilegio está concentrado en la Iglesia, el individuo tienen un lugar apenas apreciable. Él se fusiona con el gigantesco cuerpo al punto de ser apenas un número, y toda su importancia reside únicamente en el hecho de que pertenece a la Iglesia. En cuanto a sí mismo, no le es permitido llamarse un santo. La Iglesia no es Dios, pero es la única que determina si será un santo o no; y esto tal vez no lo lleve a cabo hasta pasados cincuenta o más años de que haya muerto y haya sido sepultado. Ahora bien, toda esta teoría, sin duda, no es más que el resultado de una completa ignorancia; pero es la forma que ha tomado la idea católica. Y téngase en cuenta que al hablar de este estado de cosas, no me refiero solamente al catolicismo romano, sino también a la vieja cristiandad, bajo cualquier forma en que se presente.

Subsisten rastros —como lo sabemos— que muestran cuán profundamente esta teoría se arraigó no mucho tiempo después que los apóstoles abandonaron la faz de la tierra. Sin duda se desarrolló después; pero la idea original ya existía y es esencialmente lo que he tratado de mostrar. Sólo esto es sustancial: todo lo demás es una cuestión de detalles. Esta idea se encuentra tanto en las Iglesias de Oriente como en el catolicismo romano; y, después de los apóstoles, se difundió a lo lejos y se arraigó firmemente en la cristiandad.

LA IDEA PROTESTANTE DE LA IGLESIA

Pero algo nuevo comenzó con la Reforma. Cuando el sistema católico llegó a ser una horrorosa fuente de corrupción, y sus resultados moralmente insoportables; cuando esta idea de la Iglesia había arruinado por completo y borrado todo entendimiento correcto de lo que es Dios; cuando, por un lado los que pertenecían a ella, considerados individualmente, llegaron a ser tan poca cosa en la mente de los hombres que el asunto de una fe viva ya no era más tomado en cuenta, con tal de pertenecer a la Iglesia; y cuando, por otro lado, todos aquellos que estaban fuera de la Iglesia, por más que tuvieran una fe y amor realmente verdaderos eran condenados como herejes, y debidamente castigados en este mundo por el bien de sus almas; entonces otra idea —una idea contraria—, salió a luz, en la cual sólo el individuo es prominente. La tesis principal era aquí que el hombre debía leer la Biblia por sí mismo, que debía creer y ser justificado por sí mismo, y que, por la fe, llegaba a convertirse en un hijo de Dios por sí mismo, teniendo el derecho de ser dejado libre de servir a Dios por sí mismo, escogiendo sus propias compañías así como la forma y el método de su culto. Según esta postura, toda idea de la Iglesia estaba totalmente perdida; los individuos que seguían estos razonamientos organizaron y formaron iglesias por sí mismos, y, por consecuencia, abandonaron toda consideración relativa a la Asamblea de Dios. La independencia se acrecentó, sin duda, y alcanzó un desarrollo mucho mayor de lo que se había previsto al principio.

Pero encontramos, en efecto, que aquellos que insistían con justa razón sobre la importancia de la fe individual como principio de salvación para el alma y como único principio que glorificaba a Dios, comenzaron por último a reunirse juntos; y cuando las divergencias de opiniones surgieron entre ellos, crearon sus propias iglesias distintas la una de la otra. Y si no les gustaba la gran iglesia pública del país donde residían (la Iglesia nacional del país), preferían separarse en diferentes sociedades religiosas, tratando todas ellas de ser iglesias coordinadas. Una, pensaban ellos, era, en principio, tan buena como la otra; la mejor iglesia era aquella que convenía mejor a las ideas de cada uno. Tal era la idea individual llevada hasta sus consecuencias naturales, y es exactamente lo que encontramos alrededor de nosotros en la mayoría de los países de profesión cristiana.

Tenemos pues estos dos sistemas uno frente al otro. Vemos la vieja noción católica en organizaciones que hacen que todo sea un asunto de privilegio de la Iglesia, que dicen que solamente en la Iglesia se puede encontrar la vida eterna o al menos la esperanza de esta vida (y casi podría decir, la posibilidad de esta vida, porque a esto equivale realmente). El sistema en su conjunto es la Iglesia que dispensa la verdad, que actúa según la verdad, que pronuncia la verdad y la enseña, y que, de hecho, ministra la salvación: así pues, todo depende de la Iglesia. Pero en el otro caso, la Iglesia se pierde en el individuo: cada persona recibe el evangelio por la fe y llega a ser un cristiano, y, por consecuencia, emplea su propio juicio para formar su propia Iglesia, o para asociarse a la iglesia de su mayor preferencia. Tal es, de una manera general, el estado de cosas —las dos ideas de la Iglesia— que prevalece alrededor de nosotros.

LA IDEA BÍBLICA DE LA IGLESIA

Y ahora pregunto: ¿cuál es la verdad de Dios sobre este tema? Aquí se ve la importancia de una revelación divina. Los corintios estaban en peligro de ser arrastrados a la deriva hacia una u otra de estas corrientes, como claramente lo podemos ver en estos capítulos. No es, de hecho, muy raro encontrar una mezcla de las dos cosas, y podemos seguir las huellas de ambas desde esos tiempos del comienzo. El punto principal sobre el cual quiero llamar la atención es éste: La manera bendita en que el Espíritu Santo interviene para establecer al creyente en la verdad. Así, sin controversia, el alma, a la vez que es guardada de lo malo que hay en cada uno de estos principios puestos por separado, es hecha capaz de gozar de lo que es bueno en los dos.

No existe posibilidad alguna de que algo se sustente en la tierra a menos que tenga algo que le atribuya cierto valor: siempre debe tener algún fragmento de verdad a fin de ganar cristianos y de mantenerlos juntos. Tal es el caso cuando observamos la idea católica o lo que se puede llamar el punto de vista protestante. Hay una cierta medida de verdad en cada uno; pero cuando tomamos la Palabra de Dios, la verdad aparece, y en el siguiente orden: no la iglesia primero y después el individuo; sino el individuo en primer lugar y luego la iglesia.

Así introduce la verdad el capítulo 12 de 1 Corintios, como lo hace siempre la Escritura. Tomemos Mateo 16: ¿cuál es la pregunta que el Señor hace primero? “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” Uno de sus discípulos responde por sí mismo— y su respuesta habría convencido a cada uno de los otros aunque el que hablaba estuviera más lejos que ellos—: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” Era una plena confesión de Cristo, que lo reconocía no sólo como el verdadero Mesías, sino también como una persona divina en la relación más íntima con el Padre; y cuando el Señor lo oye, introduce el tema de su Asamblea: “Sobre esta roca edificaré mi Iglesia”, no había comenzado aún a edificarla, ni ha terminado todavía.

En la epístola a los Efesios, el mismo orden se nota de una manera muy particular. El cristiano individual siempre precede al cuerpo. En el primer capítulo, por ejemplo, no vemos a la Iglesia sino recién en el último versículo; y si leemos toda la epístola, veremos que esto se cumple de un extremo a otro de ella. El individuo esta siempre colocado en su propio lugar, y esto necesariamente es una cuestión de fe, porque la fe es indispensable para el individuo; no se puede tener la fe por otro. Cada uno debe tener por sí mismo fe en Dios. Puede haber la fe, como el depósito común de la verdad, que poseemos todos; pero cuando hablamos de creer, esto es necesariamente individual para el alma. Enseguida viene la cuestión de la Iglesia como casa de Dios, y de la Iglesia como cuerpo de Cristo.

Cuando uno cree al Evangelio, recibe el Espíritu, que no es solamente el sello de salvación, sino que también nos une a Cristo como un miembro de Su cuerpo. Hay relaciones divinamente reveladas, tanto individuales como colectivas; pero las colectivas siguen a las individuales, y el poder tanto en las unas como en las otras es del Espíritu Santo después del cumplimiento de la redención, porque el Espíritu no fue dado antes de que Jesús fuera glorificado. En el capítulo 12 de 1 Corintios vemos que el caso es el mismo.

(Extraído de The Action of the Holy Spirit in the Assembly, pág. 1-10)

Epafras: O Serviço da Oração Cl 4:2- C.H. Mackintosh

Hay una diferencia muy notable entre los anales inspirados del pueblo de Dios y todas las biografías humanas. Se puede muy bien decir de los primeros, que abarcan muchas cosas en pocas palabras, mientras que, de un gran número de las segundas, se puede decir, verdaderamente, que utilizan muchas palabras para poca cosa. La historia de uno de los santos del Antiguo Testamento ­—historia que comprende un período de 365 años— se resume en estas dos breves frases: “Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios” (Génesis 5:24). ¡Qué breves y, sin embargo, qué vastas y completas! ¡Cuántos volúmenes habrían llenado los hombres con los detalles de una vida así! Y, sin embargo, ¿qué más habrían podido añadir? Andar con Dios es una expre­sión que comprende todo lo que es posible decir de un individuo. Un hombre puede dar la vuelta al mundo, puede predicar el Evangelio en todos los cli­mas, puede sufrir por la causa de Cristo, puede alimentar a los que tienen hambre, vestir a los que están desnudos, visitar a los enfermos; puede leer, escribir, imprimir y publicar libros de edificación; en una palabra, puede hacer todo lo que le sea posible hacer al hombre y, con todo ello, su vida entera podría resumirse con esta corta frase: “anduvo con Dios”. Y podrá sentir­se dichoso si este resumen refleja la verdad, pues uno podría hacer práctica­mente todo lo que acabamos de enumerar sin haber caminado ni una sola hora con Dios y ni siquiera haber conocido lo que significa andar con Dios. Este pensamiento, profundamente serio y práctico, debería conducirnos a cultivar cuidadosamente la vida secreta, apartada de la vista de los demás, sin la cual los servicios más vistosos resultarán sólo en una llama fugaz y humo.

Hay algo particularmente conmovedor en la manera en que el nombre de Epa­fras es presentado por primera vez a nuestra atención en el Nuevo Testamen­to. Las alusiones a este hermano son de lo más breves, pero, al mismo tiempo, de lo más significativas. Parece haber sido el tipo de una clase de hombres cuya necesidad se hace sentir vivamente en nuestros días. Sus trabajos —al menos en cuanto a lo que el inspirado escritor nos ha informado— no pare­cen haber sido muy llamativos ni atractivos. No eran de una naturaleza que atrajera las miradas o las alabanzas de los hombres, y no por ello dejaban de ser de los más preciosos, y hasta diría de incomparable valor. Eran trabajos hechos en la intimidad, después de haber cerrado la puerta tras de sí, trabajos hechos en el santuario, sin los cuales todo lo demás resulta, al final, estéril y sin valor. Él no nos es presentado por el biógrafo sagrado como un poderoso predica­dor, como un laborioso escritor, como un intrépido viajero, lo que podría haber sido si el Señor lo hubiese querido y lo que, en su debido lugar, es ver­daderamente útil y precioso. El Espíritu Santo no nos dice que Epafras fuese uno de esos hombres, sino que puso ante nuestras miradas ese carácter particularmente interesante, a fin de conmover hasta las fibras más íntimas de nuestro ser espiritual y moral. Nos lo presenta como un hombre de ora­ción, de oración solícita, ferviente, que se perece y combate por lograr su objetivo, de oración no tan­to por sí mismo como por los demás. Escuchemos al respecto el testimonio inspirado:

“Os saluda Epafras, el cual es uno de vosotros, siervo de Cristo, siempre rogando encarecidamente [griego: ἀγωνίζομαι, esto es, agonizando, combatiendo] por vosotros en sus oraciones, para que estéis firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere. Porque de él doy testimonio de que tiene gran solicitud por vosotros, y por los que están en Laodicea, y los que están en Hierápolis” (Colosenses 4:12-13).

¡Ése era Epafras! ¡Quisiera Dios que hubiera centenares de cristianos como él en nuestros días! Estamos agradecidos por tener predicadores, agradecidos por tener escritores piadosos, agradecidos por ver hermanos que viajan por la causa de Cristo, pero carecemos de hombres de oración, de hombres de la intimidad, de hombres como Epafras. Nos sentimos dichosos de ver hombres que predican a Cristo, dichosos de ver que son capaces de mane­jar la “pluma de escribientes muy ligeros” en favor de la noble causa, dichosos de verlos ponerse en camino —con verdadero espíritu evangélico— hacia “lugares que están más allá de nosotros” (2 Corintios 10:16), dichosos de verlos, con verdade­ro espíritu pastoral, yendo repetidas veces a visitar a sus hermanos de distin­tos lugares. A Dios no le place que despreciemos tan honorables servicios o que hablemos desfavorablemente de ellos; al contrario, no sabríamos expresar con palabras la alta estima que tenemos por tales hombres. Pero, así y todo, tenemos necesidad de un espíritu de oración, de oración fervien­te, perseverante, de oración combativa, sin la cual nada puede prosperar. Un hombre sin oraciones es un hombre sin savia. Un predicador sin oraciones es un predicador inútil. Un autor sin oración no escribirá más que páginas ine­ficaces. Un evangelista sin oración hará poco bien. Un pastor sin oración tendrá poco alimento para distribuir entre el rebaño. Tenemos necesidad de hom­bres de oración, de hombres como Epafras, de quienes las paredes de sus alcobas sean testigos de sus trabajos, de sus combates. Indiscutiblemente, tales son los hombres que el momento actual demanda sobre todas las cosas.

Hay inmensas ventajas relacionadas con esos trabajos llevados a cabo en la intimidad, venta­jas muy particulares; ventajas para quienes se dedican a esos traba­jos y ventajas para quienes son objeto de ellos. Son trabajos tranquilos y modestos, cumplidos en el retiro, en la santa y santificadora soledad de la pre­sencia divina, fuera de la vista de los hombres. Quizá los colosenses nunca habrían conocido los trabajos de amor de Epafras con respecto a ellos si el Espíritu Santo no hubiera hecho mención de los mismos. Es posible que a algunos les haya parecido que él tenía poca solicitud y celo para con ellos; es probable que haya habido entonces, como las hay hoy en día, personas que miden el interés y la simpatía de un hermano por sus visitas o sus cartas. Ésa sería una falsa medida. Habría sido preciso verlo de rodillas para conocer el grado de su simpatía e interés por el bien de sus hermanos. Puede que el amor por los viajes nos haga ir a visitar a los hermanos; puede que la manía de escribir nos impulse a dirigir cartas a uno y otro lado, mientras que nada, salvo un verdadero amor por las almas y por Cristo, podrá jamás conducimos a combatir, como lo hacía Epafras, en favor de los hijos de Dios, para que estuvieran “firmes, perfectos, y plenamente asegurados en toda la voluntad de Dios”.

Además, los preciosos trabajos de la intimidad no demandan un don especial, ni talentos particulares, ni facultades intelectuales eminentes. Todo cristiano puede dedicarse a ellos. Un hijo de Dios puede no tener capacidad para pre­dicar, para enseñar, escribir o viajar, pero todo cristiano puede orar. A veces se oye hablar de un don de oración: una expresión que no nos satis­face en absoluto; al contrario, nos choca. Se la aplica a menudo a una pura y fácil redundancia de ciertas verdades, muy conocidas, que la memoria retie­ne y los labios repiten, lo que, después de todo, es algo de muy poco valor. No ocurría así con Epafras, ni es lo que nos falta ni lo que deseamos sobre todo ahora. Lo que nos falta es un verdadero espíritu de oración, que se preocupe por todas las necesi­dades actuales de la Iglesia y que sepa presentar esas necesidades a través de intercesiones perseverantes, fervientes y plenas de fe ante el trono de la gracia. Este espíritu puede ejercitarse en todo tiempo y circunstancia. Por la mañana, al mediodía, por la tarde o la noche, toda hora es buena para aquel que trabaja así en la intimidad de su cuarto; en todo tiempo el corazón puede elevarse al trono de Dios; el oído de nuestro Padre está siempre abierto; su morada siempre es accesible. Acerquémonos en cualquier momento, o por cualquier motivo: él está siempre dispuesto a escuchar y listo para responder. Él es Aquel que oye, Aquel que otorga, Aquel que ama la oración hecha con importunidad, con insistencia. No hay palabras que él prefiera a éstas nuestras: “No te dejaré, si no me bendices” (Génesis 32:26). Él mismo dijo: “Pedid... buscad... llamad” (Mateo 7:7); es necesario “orar siempre y no desmayar” (Lucas 18:1); “todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mateo 21:22); “y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios” (Santiago 1:5). Estas palabras son de aplicación general, pues van dirigidas a todos los hijos de Dios y el más débil de ellos puede velar, orar, recibir una respuesta y dar gracias.

Más aún, nada es más adecuado para despertar en nosotros un vivo interés por el bienestar de los demás que el hábito de orar constantemente por ellos. Epa­fras tenía un profundo interés por los cristianos de Colosas, de Laodicea y de Hierápolis. Su interés por ellos le inducía a orar y sus oraciones le inducían a interesarse por ellos. Cuanto más nos interesemos por alguien, más orare­mos por él y, cuanto más oremos, más vivo y sincero será nuestro interés. Si somos impulsados a orar por los hermanos, podemos regocijaros anticipadamente de sus progresos en la fe y de su prosperidad espiritual. Asimismo, en cuan­to a los inconversos, cuando somos conducidos a presentarnos ante Dios en favor de ellos, podemos esperar su conversión con profundos y ansiosos dese­os, y luego, cuando ella tenga lugar, saludarla con sincero reconocimiento. Eso debería incitamos a imitar a Epafras, a quien el Espíritu Santo acuerda el honorable epíteto de “siervo de Cristo” a causa de sus fervientes oraciones por el pueblo de Dios (Colosenses 4:12).

Finalmente, el motivo más elevado que pueda ser presentado para cultivar el espíritu de Epafras es el hecho de que él está completamente en armonía con el espíritu de Cristo, quien siempre vela por su pueblo y desea que todos sus rescatados estén “firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere”, de manera que aquellos que son llevados a orar con tal fin tie­nen el privilegio de estar en santa comunión con el gran Intercesor. ¿No es maravilloso que a pobres y débiles criaturas les sea permitido aquí abajo pedir a Dios precisamente lo que ocupa los pensamientos y las simpatías del Señor de gloria? ¡Qué lazo poderoso había entre el corazón de Epafras y el de Cris­to cuando el primero trabajaba y combatía por sus hermanos de Colosas!

Hermanos: meditemos acerca del ejemplo que nos ha dejado Epafras, e imi­témosle. Fijemos nuestra atención en una ciudad cualquiera, como Colo­sas, y combatamos con ardor, por medio de nuestras oraciones, a favor de los cristianos que se encuentren en ella. El momento actual es muy solemne, pues todo parece acercarse a una crisis: los caracteres se definen, los hombres toman partido, y así debe ser. Nosotros no somos dejados en la incerti­dumbre respecto de aquellos que desean servir al Señor y de aquellos que no lo desean. Pueda el Señor tener acceso en el corazón de algunos y preparar a los suyos para sufrir y hacer Su santa voluntad. Ello debe hacemos sentir pro­fundamente nuestra urgente necesidad de hombres que se asemejen a Epa­fras, que estén dispuestos a trabajar, de rodillas, por la causa de Cristo, o a llevar con gozo, si fuera preciso, las nobles “prisiones del Evangelio” (Filemón 13). Así fue Epafras. Tres veces se habla de él en las epístolas de Pablo. La primera (Colo­senses 1:7) como de un amado consiervo del apóstol, de un “fiel siervo de Cristo” a favor de los colosenses, quien había llegado a Roma para dar a conocer al pri­sionero Pablo el amor de ellos en el Espíritu. La segunda vez, como ya lo vimos, esencialmente como de un hombre de oración (Colosenses 4:12). La última vez, como “compañero de prisiones” del apóstol consagrado a los gentiles (Filemón 23).

Quiera el Señor despertar en medio de nosotros un espíritu de ardientes ora­ciones y de intercesión. Es de desear que pueda él suscitar muchos cristianos formados en el mismo molde de Epafras. Son los hombres que hacen falta para los tiempos de crisis.

Irmãos em Cristo Jesus.

Irmãos em Cristo Jesus.
Mt 5:14 "Vós sois a luz do mundo"