(Respuesta a una carta)
Estamos totalmente de acuerdo con usted cuando dice: «Reconozco la voz de Jesús solamente en su Palabra». ¿En qué otro lugar podríamos oírla? A esa bendita roca acudimos para todo. Ella constituye el sólido fundamento sobre el que reposa nuestra fe. No necesitamos que ninguna otra cosa nos brinde plena seguridad, salvo su fiel Palabra. Ninguna prueba exterior ni ningún sentimiento interior pueden agregar algo a la verdad y estabilidad de la Palabra. ¿Cómo sé que soy un pecador? Por la Palabra. ¿Cómo sé que Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores? Por la Palabra. ¿Cómo sé que mis pecados han sido perdonados? ¿Acaso por mis sentimientos? De ninguna otra manera que por la Palabra. Esa Palabra me dice que “Cristo padeció una sola vez por los pecados”. Pero ¿cómo sé que padeció por mis pecados? Porque la Palabra dice: “el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1.ª Pedro 3:18). Ahora bien; sé que soy “injusto” porque la Palabra me lo dice; y por eso Cristo padeció por mis pecados, y soy perdonado, conforme a la eficacia de los sufrimientos expiatorios de Cristo. Soy traído a Dios, ahora, conforme a la virtud y al valor de la Persona y la obra de Cristo, “el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25). Así, “justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1).
En resumidas cuentas, querido amigo, usted debe apoyarse en la Palabra como un niño. Es verdad que por el poder del Espíritu Santo creemos en la Palabra y nos alimentamos de ella; pero la Palabra es el sólido fundamento sobre el que siempre debe descansar su preciosa alma. ¡Ojalá que todas sus dudas y temores se desvanezcan a la luz pura y preciosa de esa Palabra que “permanece en los cielos para siempre” (Salmo 119:89).
No puede tener usted la menor duda en cuanto a saber de dónde procede tal pensamiento infiel. Proviene del “padre de mentira” (Juan 8:44). Considérelo como tal. Júzguelo y rechácelo por completo. Parece extraño que, después de conocer al Señor durante cuarenta años, como dice usted, se vea perturbado, aunque sea un momento, por la sugerencia de uno de quien sabemos que es “mentiroso” (Juan 8:44). Pregúntele a un campesino ignorante que viva detrás de la montaña cómo sabe que el sol brilla. Pregúntele a un simple creyente cómo sabe que la Biblia es la Palabra de Dios. Él le dirá que ha sentido el poder de ella. ¿El Espíritu Santo no le ha hecho experimentar a usted el poder de la Palabra de Dios? Si Dios mismo no puede hacerme saber que es él quien me habla en su Palabra, ¿quién más lo puede hacer? Si sólo fuésemos a creer en la divina inspiración de las Escrituras por el testimonio humano —por poderoso que fuera ese testimonio—, entonces ello no sería fe en absoluto. Yo creo lo que Dios dice por cuanto es él quien lo dice, no porque lo diga una autoridad humana. Si todos los Padres de la Iglesia que otrora escribieron, si todos los maestros que una vez enseñaron, si todos los concilios que se reunieron, si todos los ángeles del cielo y todos los santos de la tierra se pusieran de acuerdo en declarar que la Biblia es la Palabra de Dios, y fuésemos a creer en su testimonio, ello no sería la fe dada por Dios. Por otro lado, si todos se pusiesen de acuerdo en declarar que la Biblia no es la Palabra de Dios, ello no podría hacer flaquear, ni por un instante, nuestra confianza en esa incomparable revelación. Eche tras sus espaldas, de inmediato, querido amigo, en la propia cara del enemigo, todas sus insensatas y blasfemas sugerencias, y repose, como un niño, en el amor y la verdad de ese Bendito a quien ha conocido desde hace tantos años.
No hemos visto el libro al que usted se refiere; y, juzgando por el extracto que usted nos envió, no tenemos ningún deseo de verlo. Creemos reverentemente y de todo corazón en la inspiración plenaria de las santas Escrituras dadas por Dios en idioma hebrero y en griego. De hecho, se hallan errores en las diversas versiones, copias y traducciones. Nosotros hablamos solamente de las Escrituras como Dios nos las dio. ¡Oh, querido amigo, qué inefable consuelo es tener una revelación divina! ¿Qué deberíamos hacer, adónde habríamos de acudir si quedáramos abandonados a merced de los pensamientos humanos sobre el tema? ¡Qué pobre cosa sería para nosotros tener que recurrir a los hombres para que acreditaran la Palabra de Dios! Nos privarían sin dilación de la autoridad y el valor de ella. ¡Qué descarado atrevimiento es que pobres gusanos de la tierra osen ponerse a juzgar la Palabra de Dios! ¡Dictaminar en qué parte es digna de Dios y en qué parte no! Si Dios no puede hacernos entender su Palabra, si no puede darnos la seguridad de que es él mismo quien nos habla en la sagrada Escritura, ¿qué habremos de hacer? ¿Podrá el hombre manejar mejor el asunto? Éste parece pensar así; pero a nosotros ello nos crea terribles dudas. Si Dios mismo no puede hacernos entender su Palabra, ningún hombre lo puede hacer; si Dios lo hace, ningún hombre necesita hacerlo. Le aconsejamos encarecidamente, querido amigo, que se deshaga de todos esos libros, por muy recomendados que fuesen. ¡Ayayay, parece que la moda de hoy día es recomendar, en los más ardientes términos y de donde menos lo esperaríamos, toda suerte de libros infieles, plagados de blasfemos ataques contra la Palabra de Dios y la Persona de Cristo! No podemos sino juzgar como un grave error el hecho de que los cristianos lean tales libros, a menos que sean llamados y estén capacitados por Dios para criticarlos. ¿Leería usted un libro intitulado: «Ensayo en el que se trata de demostrar que dos más tres no es igual a cinco»? Creemos que no. Si Dios le ha concedido en su gracia que repose por la fe en su eterna Palabra, ¿qué más quiere? Seguramente los libros infieles no lo podrán ayudar. Dios es su propio intérprete, tanto en la Escritura como en la Providencia. ¿Pensaría usted en acudir a algún libro escéptico o racionalista para que lo ayudase a resolver los misterios del gobierno de Dios? Confiamos que no. Entonces, ¿por qué habría de acudir a ellos para ver cuál es su parecer respecto de la Inspiración? No podemos contener nuestro deseo de citarle ese magnífico pasaje de 2.ª Timoteo 3: “y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto (griego: ártios), enteramente preparado para toda buena obra”.
Tememos en gran manera, querido amigo, que no se halle bajo la protección del escudo de la fe al examinar el libro del que habla; pero oramos fervientemente para que su preciosa alma pueda salir victoriosa, con calma decisión, ante toda sugerencia oscura y escéptica que pueda estar atribulándole, y volver a su sagrado reposo en la eterna estabilidad de la revelación divina. ¡Ojalá que Dios se la conceda en su infinita gracia!
El inspirado Volumen lleva sus propias credenciales consigo. Habla por sí mismo. Llega hasta nosotros con un impresionante cúmulo de pruebas, tanto internas como externas. Los «Apócrifos», por el contrario, llevan sobre sí, a simple vista, su propia condenación. Contienen pasajes que usted no tiene más que leer para convencerse de que nunca fueron escritos por el Espíritu de Dios. Los rechazamos sobre la base de pruebas internas y externas.
La palabra que aparece en 1.ª Corintios 11:2 vertida como «instrucciones», puede traducirse también como «tradiciones». El apóstol no detalla cuáles eran; pero, gracias a Dios, sabemos que todas las ordenanzas, tradiciones o instrucciones que son esenciales para la Iglesia, hasta su arrebatamiento, se hallan claramente asentadas en las Escrituras del Nuevo Testamento. Esto es plenamente suficiente para nosotros. Los hombres no tienen ninguna autoridad para instituir ritos y ceremonias en la Iglesia de Dios; el hecho de que lo hagan sólo puede ser considerado, por todo corazón fiel a Cristo, como una atrevida usurpación de Su autoridad, acto que él habrá de juzgar seguramente en breve. Nos sentimos cada vez más empapados, querido amigo, del sentido de la urgente necesidad de probarlo todo por la Palabra de Dios y de rechazar todo lo que no sea capaz de resistir la prueba. Observar la manera en que la autoridad de Cristo, tal como está establecida en su preciosa Palabra, es virtualmente hecha a un lado por aquellos que profesan ser su pueblo y sus siervos, no sólo es algo profundamente penoso sino también tremendamente solemne. Parece como si a las personas jamás les viniera a la mente que son realmente responsables ante Dios de juzgar, a la luz de su Palabra, las diversas cosas en las que están ocupadas. Por eso es que siguen, semana a semana, año tras año, con un montón de cosas que no tienen ni sombra de fundamento en las santas Escrituras. ¡Qué aterrador es pensar en el fin de todo esto! Podemos estar seguros de que no será con un azote de pequeñas cuerdas que todas estas cosas serán arrojadas del templo. ¡Quiera Dios el Espíritu Santo, por su poderoso ministerio, inculcar en toda la Iglesia un más profundo sentido de la suprema autoridad y absoluta suficiencia de las santas Escrituras!
Todo lo que usted dice, amado hermano, es solemnemente cierto. ¡Ojalá que todo el querido pueblo del Señor sea guardado del espíritu del presente siglo! Necesitamos cultivar un espíritu verdaderamente humilde y contrito; un espíritu de obediencia; un espíritu que nos lleve a inclinarnos, con sumisión sin reservas, ante la autoridad de las santas Escrituras. “Escrito está” es una frase de tremendo poder, una frase proferida por nuestro bendito Maestro y Señor al comienzo de su carrera pública, a la cual aludía una y otra vez durante el transcurso de su maravilloso ministerio, y que repetía, con solemne énfasis, en los oídos de sus discípulos, cuando estaba por ascender a los cielos. ¡Quiera Dios que esta trascendente frase se grabe en la tabla de nuestro corazón! Si se nos pidiera que declarásemos cuál consideramos que es la gran necesidad vital de nuestro días, afirmaríamos, sin titubeos, que es la de darle a la Palabra de Dios su verdadero lugar como la base de nuestra paz individual y como la sola y absolutamente suficiente autoridad para nuestra senda individual. Unámonos, amado amigo, en ferviente oración a nuestro Dios a fin de que él nos dé la gracia para hacerlo, para alabanza de su santo Nombre.
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