LA FE QUE HA SIDO UNA VEZ DADA A LOS SANTOS
JUDAS 3
J. N. Darby
Es muy importante, amados amigos, en toda nuestra senda, saber primero dónde estamos, y, luego, conocer el pensamiento de Dios para descubrir la senda que Dios ha trazado y que debemos seguir en medio de las circunstancias en que nos encontramos.
No sólo es cierto que Dios nos ha visitado en gracia, sino que también debemos tomar conciencia de los resultados presentes de esa gracia, a fin de guardar tenazmente los grandes principios bajo los cuales Dios nos ha colocado como cristianos; y, al mismo tiempo, debemos ser capaces de aplicar esos principios a las circunstancias en que nos hallamos. Esas circunstancias pueden variar dependiendo de nuestra situación, pero los principios nunca varían.
Su aplicación a la senda de fe puede variar, y, de hecho, lo hace. Voy a ilustrar lo que quiero decir. En el tiempo del rey Ezequías, se le dijo al pueblo: “En quietud y en confianza será vuestra fortaleza” (Isaías 30:15), y también se le dijo que el asirio no entraría en Jerusalén y ni siquiera levantaría contra ella baluarte. Debían permanecer perfectamente quietos y firmes; y el ejército de Asiria fue destruido. Pero cuando llegó cierto tiempo de juicio en los días de Jeremías, entonces aquel que saliese de la ciudad para ir a los caldeos —sus enemigos—, se salvaría.
Ellos eran todavía, al igual que antes, el pueblo de Dios, aunque, por el momento, en el tiempo de juicio, Él decía: “No sois pueblo mío” (Oseas 1:9-10), y eso marcó la diferencia. No se había alterado el pensamiento de Dios ni su relación con su pueblo: eso nunca sucederá. Sin embargo, la conducta del pueblo tenía que ser exactamente opuesta. Bajo el reinado de Ezequías, fueron protegidos; bajo Sedequías debían someterse al juicio.
Me refiero a estas circunstancias como testimonio, para demostrar que mientras la relación de Dios con Israel es inmutable en este mundo, sin embargo la conducta del pueblo en un determinado tiempo tenía que ser la opuesta a la que venía presentando anteriormente.
Miremos el principio de los Hechos de los Apóstoles, y fijémonos en la Iglesia, la Asamblea de Dios en el mundo. Encontramos allí la plena manifestación de poder; todos eran de un corazón y un alma, y tenían todas las cosas en común; hasta el lugar donde estaban congregados tembló (Hechos 4:31-32). Pero si tomamos la iglesia ahora, incluyendo el sistema católico romano y todo lo que lleva el nombre de cristiano, si contemplamos todo eso y lo reconocemos, en seguida nos sometemos a todo lo malo.
Aun cuando los pensamientos de Dios no varíen, y él conozca a los suyos, no obstante necesitamos discernimiento espiritual para ver dónde estamos y cuáles son los caminos de Dios en tales circunstancias, en tanto que nunca nos hemos de apartar de los grandes principios primordiales que él estableció en su Palabra para nosotros.
Hay otra cosa también que debemos tomar en cuenta como un hecho establecido en la Escritura, y es que dondequiera que Dios haya puesto al hombre, lo primero que el hombre ha hecho ha sido arruinar la posición original: siempre debemos tener en cuenta este hecho.
Miremos a Adán, a Noé, a Aarón, a Salomón y a Nabucodonosor. La paciente misericordia de Dios jamás sufre alteración, pero el camino uniforme del hombre, según leemos en las Escrituras, ha sido malograr y arruinar lo que Dios había establecido como bueno. Por consiguiente, no puede haber ninguna marcha con verdadero conocimiento de nuestra posición, si esto no se toma en cuenta. Pero Dios es fiel y continúa en su paciente amor. Por eso leemos en Isaías 6:10: “Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos…”, pero no se cumplió sino después de 800 años y, cuando Cristo vino, lo rechazaron.
Así seguía la paciencia de Dios; las almas individuales eran convertidas, había varios testimonios dados por los profetas, y un remanente todavía fue preservado. Pero si fuésemos a alegar por la fidelidad de Dios ―que es invariable― para justificar positivamente el mal que el hombre ha introducido, todo nuestro principio sería falso.
Eso es precisamente lo que hacían en los días de Jeremías cuando se acercaba el juicio, y lo que la cristiandad hace ahora. Decían: “Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es este”, y “la ley no faltará al sacerdote, ni el consejo al sabio, ni la palabra al profeta” (Jeremías 7:4; 18:18), cuando todos estaban por ser llevados cautivos a Babilonia. La fidelidad de Dios fue invariable, pero tan pronto como la aplicaron en apoyo de una mala posición, vino a ser la misma causa de su ruina. Los mismos principios que constituyen la base de nuestra seguridad, pueden significar nuestra ruina si no tomamos conciencia de la posición en que nos encontramos.
Tenemos la palabra: “Mirad a la piedra de donde fuisteis cortados, y al hueco de la cantera de donde fuisteis arrancados. Mirad a Abraham vuestro padre, y a Sara que os dio a luz; porque cuando no era más que uno solo lo llamé, y lo bendije y lo multipliqué” (Isaías 51:1-2), un pasaje a menudo mal aplicado. Dios dice allí que Abraham estaba solo, y que Él lo llamó. El pueblo de Israel, a quien se dirigió esta palabra, consistía entonces tan sólo en un pequeño remanente. Pero Dios les quiso decir: «No os preocupéis por eso, yo llamé a Abraham estando solo.» No tenía importancia el hecho de que fuesen pequeños: Dios podía bendecirlos igualmente solos, tal como lo hizo con Abraham.
Ahora bien, en Ezequiel el pueblo dijo algo similar en circunstancias diferentes, lo cual es denunciado como iniquidad. Dijeron: “Abraham era uno, y poseyó la tierra; pues nosotros somos muchos” (Ezequiel 33:24). Decían que Dios había bendecido a Abraham y que, como ellos eran muchos, Él los tendría que bendecir aún más a ellos. En realidad, no entendieron la condición en la que se hallaban, y con la cual Dios trataba, por su falta de conciencia. Y de la misma manera hoy día, si no tomamos conciencia de nuestra condición —quiero decir, de la condición de toda la iglesia profesante en medio de la cual estamos—, estaremos completamente faltos de inteligencia espiritual.
Estamos en los últimos días, pero a veces pienso que algunos no estiman debidamente el pleno significado de ello. Creo que puedo mostrarles por medio de las Escrituras que la iglesia, como sistema responsable sobre la tierra, era, desde el mismo principio, aquello que había entrado en la condición de juicio, y su estado era tal que requería fe individual para juzgarlo.
La opinión prevaleciente, que es común entre miles de personas, es la de escapar a la idea de la presente confusión para echar mano de esta especie de recurso: que la iglesia enseña y juzga y hace esto y aquello; pero, contrariamente a eso, es Dios quien juzga a la iglesia. Él muestra paciencia y gracia, y llama almas hacia sí tal como lo hizo en Israel. Pero lo que debemos mirar de frente es el hecho de que la iglesia no ha escapado de los efectos de ese principio propio de la pobre naturaleza humana, a saber, que lo primero que hace es apartarse de Dios, y arruinar todo lo que Él ha establecido.
Cuando hablamos de los últimos tiempos, no se trata de algo nuevo, sino de algo que tenemos en las Escrituras, de algo que Dios, en su soberana bondad, nos ha revelado antes del cierre del canon de las Escrituras. Él permitió que el mal surgiese para poder darnos el juicio de las Escrituras sobre él.
Si consideramos la epístola de Judas —y ahora tomo sólo algunos de los principios que la Iglesia de Dios necesita—, dice: “Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3). La fe ya estaba en peligro, y ellos se veían obligados a contender por aquello que se les estaba escapando de las manos, por así decirlo, “porque algunos hombres han entrado encubiertamente”, etc. de modo que ahora debéis considerar el juicio. Dios salvó a su pueblo de Egipto, y más tarde tuvo que destruir a aquellos que no creyeron. Algo similar ocurrió con los ángeles también.
Luego también Enoc profetizó de aquellos de quienes habla Judas, de los impíos sobre los cuales el Señor ejecutará juicio cuando venga otra vez. Éstos ya estaban allí, y el comienzo del mal en los días de los apóstoles, era suficiente para que Dios nos revelara Sus pensamientos en su Palabra. La base del juicio para cuando el Señor vuelva, ya estaba presente. Leemos en la primera epístola de Juan: “Hijitos, ya es el último tiempo; y según vosotros oísteis que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo” (1 Juan 2:18). De modo que no se trata de algo nuevo que se ha desarrollado, sino de algo que empezó en los primeros tiempos, tan precisamente como ocurrió en Israel cuando hicieron el becerro al principio de su historia, y sin embargo Dios los soportó por siglos, pero el estado del pueblo era juzgado por un hombre espiritual. Dice Juan: “Conocemos que es el último tiempo.” Supongo que la iglesia de Dios difícilmente haya mejorado desde entonces. En el v. 20 agrega: “Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas”, es decir, tenéis lo que os capacitará para juzgar en tales circunstancias.
Veamos de nuevo el estado práctico de la iglesia tal como lo ve el apóstol Pablo en Filipenses 2:20-21: “Pues a ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros. Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús.” Eso sucedía en sus días. ¡Qué testimonio! No quiere decir que ellos habían desistido de ser cristianos.
El apóstol le dice a Timoteo: “En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino que todos me desampararon; no les sea tomado en cuenta” (2 Timoteo 4:16). ¡Ninguno se quedó con él! Pedro nos dice que “es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17). Cito estos pasajes como la autoridad de la Palabra de Dios que nos muestra que ya entonces, desde el mismo principio, algo estaba sucediendo públicamente, que el Espíritu de Dios podía discernir, y de lo cual podía dar testimonio como la causa del juicio final, pero que ya era manifiesto en la iglesia de Dios.
Hay otra cosa que demuestra positivamente este principio, lo cual es la causa de la acción, bajo las circunstancias reveladas en las siete iglesias de Asia: Apocalipsis 2 y 3. No dudo de que se trata de la historia de la iglesia de Dios, pero el punto principal es éste: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” Las iglesias no podían guiar, ni tener autoridad, ni nada de esa naturaleza, pero todo aquel que tenía oído para oír la Palabra de Dios, debía juzgar el estado de ellas. Éste, evidentemente, es un principio importante, y algo muy solemne. Cristo habla a las iglesias, no como Cabeza del cuerpo —aunque lo es para siempre—, sino que ellas son contempladas como responsables aquí en la tierra. No es que el Padre envía mensajes a la iglesia tal como lo hace a través de las diversas epístolas, sino que se trata de Cristo caminando en medio de ellas para juzgarlas. Él, pues, está aquí, no como Cabeza del cuerpo, ni como el Siervo. Está vestido “de una ropa que llegaba hasta los pies” (Apocalipsis 1:13); si se tratara de servicio, uno la recoge si quisiera servir; pero no es el caso aquí. Él anda en medio de ellos para juzgar su estado. Es algo nuevo.
Se trata de una cuestión de responsabilidad; en consecuencia, hallamos unas asambleas aprobadas y otras desaprobadas. Su condición está sujeta al juicio de Cristo, y ellas son aquí llamadas para oír lo que Él tiene que decir. No es precisamente la bendición de Dios lo que tenemos en relación con estas iglesias, aunque ellas tenían muchas bendiciones, sino la condición de las iglesias una vez que estas bendiciones habían sido puestas en sus manos. ¿Qué uso habían hecho de ellas?
Consideremos a los tesalonicenses en su frescura: la obra de fe, el trabajo de amor y su perseverancia en la esperanza eran manifiestos. Pero en la primera epístola a las iglesias, esto es, en la epístola dirigida a Éfeso, leemos: “Yo conozco tus obras, y tu arduo trabajo y paciencia” (Apocalipsis 2:2). ¿Dónde estaban la fe y el amor? Faltaba la fuente. El Señor tenía que decir: “Quitaré tu candelero de su lugar, si no te hubieres arrepentido” (v. 5). Ellos habían sido colocados en un lugar de responsabilidad, y el Señor los trata conforme a eso. Lo primero que dice es: “Has dejado tu primer amor” (v. 4), por lo que, ya era “tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17).
Estas palabras de Pedro se refieren a Ezequiel cuando dice: “Comenzaréis por mi santuario” (Ezequiel 9:6), la casa de Dios en Jerusalén, porque es allí donde Dios busca primero la justicia, en su propia casa. Siento que esto es algo tremendamente solemne, algo que debe inclinar nuestros corazones delante de Dios. La iglesia ha faltado en ser la epístola de Cristo (2 Corintios 3:3), y como tal fue puesta en el mundo, pero ¿vemos acaso que responda a ese propósito ahora? ¿Puede un pagano ¾si lo vemos de esa manera¾ ver algo de ello? Puede que haya individuos que anden en santidad; pero ¿dónde encontramos fe como la de Elías, el que, si bien no conocía a ninguno que fuese fiel en Israel, Dios, sin embargo, conocía a siete mil? Era un hombre bendecido, pero aun su fe faltó, y Dios le pregunta: “¿Qué haces aquí Elías?” Esto no ha de desanimarnos tampoco, pues Cristo nos es suficiente. Nada iguala la fidelidad plenamente perfecta de la propia gracia de Dios, y nuestros corazones debieran inclinarse enteramente al contemplarla.
Tampoco es cuestión de atacar o de culpar, porque todos somos responsables en cierto sentido; pero nuestros corazones deben tomar en cuenta aquello tan hermoso que fue establecido por el poder del Espíritu de Dios, y preguntarse: ¿en qué quedó todo? ¡Esto hace que nuestras almas echen mano de esa fuerza que nunca falta!
Cuando volvieron los espías a Israel, la fe de diez cedió. Caleb y Josué dijeron: “Ni temáis al pueblo de esta tierra, porque nosotros los comeremos como pan.” Lo mismo es para nosotros frente a las dificultades y a la oposición presentes. Somos llamados a ver dónde estamos, y cuál es la senda y el lugar en donde debemos andar: se nos llama a tomar conciencia del estado en el que se halla todo lo que nos circunda. Pero si bien la iglesia ha fracasado, la cabeza no puede fallar jamás. Cristo es más que suficiente para nosotros hoy para el estado de cosas en que nos hallamos, tanto como al principio cuando estableció la iglesia en hermosura y santidad. Posiblemente tengamos que mirar su Palabra para discernir Su pensamiento, pero no debemos cerrar nuestros ojos ante la realidad del estado de cosas en que nos encontramos.
Al leer los Hechos de los Apóstoles, resulta muy sorprendente ver que hay poder en medio del mal. Cuando estemos en el cielo no habrá ningún mal, no nos hará falta la fe ni el ejercicio de nuestras conciencias entonces; pero ahora sí, y lo único que tenemos, donde predomina el mal, es el poder del Espíritu de Dios, y por ese poder debemos nosotros dominar el mal en nuestro camino.
La Palabra no dice que todo cristiano será perseguido, sino que dice: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Timoteo 3:12). Si un hombre manifiesta el poder del Espíritu de Dios, el mundo no lo puede tolerar; ése es el principio. En los Hechos, cuando vemos el poder del Espíritu manifestado en los milagros, como antes lo fue en Cristo, ¿qué provocó? La misma enemistad que crucificó al Señor. Lo que tenemos hoy es el bien en medio del mal, y eso es precisamente lo que Cristo fue, el bien supremo en medio del mal; pero el resultado de la manifestación divina en Él ¾y puesto que la mente carnal es enemistad contra Dios¾ fue lo que provocó la hostilidad; y cuanto mayor fue la manifestación, tanto mayor la hostilidad que provocó; pues por Su amor le devolvieron odio. Todavía no hemos llegado al tiempo cuando el mal ha de ser quitado: eso será cuando Cristo vuelva. Y ésa es la diferencia entre aquel tiempo y éste. Aquel tiempo será el advenimiento del bien con poder, en el cual Satanás será atado y el mal sojuzgado. Pero el tiempo que Cristo estuvo en este mundo, y luego sus santos, es, por el contrario, el bien en medio del mal, y Satanás, entretanto, es el dios de este mundo.
Una vez que estas cosas se confundieron, el bien fue sumergido, y todo junto fue llevado por la corriente. Consideremos el caso de las vírgenes prudentes y las insensatas; mientras duermen, todas pueden permanecer juntas, y ¿por qué no? Pero tan pronto como se levantan y arreglan sus lámparas, surge el problema del aceite, y ya no andan más juntas. Y nosotros encontraremos lo mismo. Vemos también que los tiempos de Josué eran tiempos de poder. Es verdad que los israelitas pecaron en Jericó y fueron derrotados en Hai, pero en general, fue un tiempo caracterizado por poder. Los enemigos fueron vencidos, y grandes ciudades, tremendamente fortificadas, fueron tomadas; la fe lo venció todo, y ése es un bendito cuadro del bien en medio del mal, y del poder que sigue el bien y que abate a los enemigos. En Jueces ocurre lo contrario; el poder de Dios estaba allí, pero el poder que se manifestó fue el del mal porque el pueblo no fue fiel. En seguida llegaron a Boquim (Jueces 2:1-5), esto es, lágrimas, lloro, mientras que en Josué habían ido a Gilgal, donde se había efectuado la completa separación de Israel respecto del mundo; habían cruzado el Jordán, lo que representó la muerte, y luego les fue quitado el oprobio de Egipto. Pero el ángel de Jehová subió a Boquim. No dejó a Israel, pese a que ellos se habían apartado de Gilgal. Se trataba de la gracia que los seguía. Y en cuanto a nosotros, si no vamos a Gilgal, si no volvemos a la completa humillación del yo en la presencia de Dios, no podremos salir en poder.
Si la comunión de un siervo con Dios no prevalece sobre su testimonio a los hombres, caerá y fracasará. Le es imprescindible renovar sus fuerzas. El gran secreto de la vida cristiana estriba en que nuestra comunión con Dios haga nada de nosotros mismos. Sin embargo, Dios no abandonó a Israel, y edificaron un altar a Jehová, pero lloraban junto al altar; no estaban en triunfo, sino que, por el contrario, sus enemigos triunfaron continuamente sobre ellos.
Luego Dios les envió jueces, y él estuvo con los jueces, aunque el pueblo había perdido su lugar. Eso es lo que tenemos que considerar de la misma manera. “Todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:21). ¿No fue eso perder su lugar? Yo no quiero decir que estos que menciona el apóstol dejaron de ser la iglesia de Dios. Si no tomamos en cuenta esto, nosotros también llegaremos a Boquim, el lugar de las lágrimas. El estado entero de la iglesia de Dios tiene que ser juzgado; solamente la Cabeza es quien no pierde jamás su poder, y hay una gracia adecuada para las condiciones presentes también.
Lo primero que veo al principio de la historia de la iglesia es este poder bendito que convierte 3000 almas en un día. Luego surgió la oposición; el mundo los puso en la cárcel, pero Dios muestra Su poder contra eso, y no dudo de que si hoy fuésemos más fieles, Dios intervendría de una manera mucho más notoria. Pero el poder del Espíritu de Dios estaba allí, y todos andaban en una bendita unidad, mostrando ese poder, e incluso en medio del poder del mal, aunque esa escena no podía cerrarse sin que, lamentablemente, encontremos el mal obrando adentro, como lo vemos en Ananías y Safira. Ellos buscaron reputación mediante el aparente, aunque falso, hecho de sacrificar sus bienes. El Espíritu Santo estaba allí, y cayeron muertos, y vino gran temor sobre todos, tanto dentro como fuera. Así pues, antes de cerrarse la historia de las Escrituras, “es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17). Esto es algo muy solemne que caracteriza el tiempo presente hasta que Cristo venga, y luego Su poder quitará el mal, lo cual es una cosa muy diferente.
Luego tenemos el testimonio de la Escritura acerca del mal flagrante allí donde debía hallarse el bien: “En los postreros días vendrán tiempos peligrosos; porque habrá hombres amadores de sí mismos” (2 Timoteo 3:1-2). En este pasaje, la iglesia profesante ¾porque de ella se trata¾ es descripta en los mismos términos que los paganos al principio de la epístola a los Romanos. Es una positiva declaración de que tales tiempos habrían de venir, y de que el estado de cosas que había prevalecido en el paganismo, resurgiría. Luego dice que “los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados” (2 Timoteo 3:13). Pero Pablo le encarga a Timoteo que continúe en las cosas que había aprendido.
Algunos dicen ahora que la iglesia enseña estas cosas, pero pregunto: ¿Quién? ¿La iglesia? ¿Qué quieren decir? Es algo totalmente incierto, pues no hay ahora una persona inspirada en la iglesia para enseñar. Tengo que acudir a Pablo y a Pedro, y entonces sabré de quiénes aprendo. Como Pablo mismo dijo a los ancianos de Éfeso: “Os encomiendo a Dios y a la palabra de su gracia” (Hechos 20:32). Los malos hombres y los engañadores habían ido de mal en peor, pero el apóstol dirige a Timoteo a la certidumbre del conocimiento que había recibido de unas personas específicas (los apóstoles). Y para nosotros hoy ─cuando no hay apóstoles─ se trata de “las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación” (2 Timoteo 3:14-15). Tenemos que aprender todo esto, cuando la iglesia profesante es algo juzgado, y que se caracteriza por la mera “apariencia de piedad” (2 Timoteo 3:5). Creo que estos son los hechos que los cristianos deben enfrentar. ¿No vemos acaso a hombres, que una vez se llamaron cristianos, volviéndose atrás; tornándose incrédulos?
La mera formalidad se vuelve en abierta infidelidad o en abierta superstición. Es notorio, hasta de manera pública, cómo están las cosas. En esencia, el cristianismo es tal como Dios lo estableció; pero, exteriormente, en lo que se ve alrededor de nosotros, ha desaparecido. Lo que queremos es el cristianismo tal como se encuentra en la Palabra de Dios. De hecho, no hay nada que temer; en cierto sentido, es un tiempo bendito si nos encomendamos a Dios. Sólo que debemos mirar estas cosas con sencillez y entereza.
No hay otro cuadro más bello de fe y piedad, antes de la llegada del Evangelio, que el que encontramos en los dos primeros capítulos del evangelio de Lucas. En medio de toda la iniquidad de los judíos, vemos a Zacarías, a María, a Simeón, a Ana y a otros del mismo sentir. Y se conocieron los unos con los otros, y Ana “hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén” (Lucas 2:38), así como nosotros debemos esperarla en otro sentido.
Pero en cuanto al presente estado de cosas ─si tomamos el lado de la responsabilidad del hombre─, el hombre se desvía en seguida de lo que Dios establece, y se hace luego presente una corrupción creciente, hasta que se hace necesario el juicio. Juan habló de los últimos tiempos que ya habían llegado, porque ya habían surgido muchos anticristos; pero la paciencia de Dios ha continuado, hasta que al final vengan los tiempos peligrosos.
Ahora quiero agregar unas palabras en cuanto a cómo debemos andar en medio de este estado de cosas. Es evidente que debemos recurrir directamente a la Palabra de Dios como guía. No digo que Dios no use el ministerio (pues el ministerio es su propia ordenanza), pero, en procura de la autoridad, debemos dirigirnos a la misma Palabra de Dios. Allí se encuentra la directa autoridad de Dios que lo determina todo, y contamos, además, con la actividad de su Espíritu para comunicarnos las cosas. Sin embargo, es poco feliz si alguien va solamente a las Escrituras rehusando la ayuda de los demás; como tampoco es bueno mirar a los hombres como guías directos, negando así el lugar del Espíritu.
Una madre habrá de ser bendecida en el cuidado de sus hijos, y así también lo debiera ser un ministro entre los santos. Tal es la actividad del Espíritu de Dios en una persona: ella es instrumento de Dios. Pero si bien reconocemos eso plenamente, debemos acudir a la Palabra de Dios de forma directa, y en eso debemos insistir. Todos afirmamos que la Palabra de Dios es la autoridad, pero debemos insistir en el hecho de que Dios habla por la Palabra. Una madre no es inspirada, y ningún hombre lo es; pero sí lo es la Palabra de Dios; y ella es directa: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.” Nunca encuentro en la Palabra que la iglesia enseñe. La iglesia recibe enseñanza, pero no enseña. Las personas sí enseñan. Los apóstoles y otros a quienes Dios utilizó para ese propósito, fueron los instrumentos de Dios para comunicar directamente la verdad divina a los santos, pues como está escrito: “Os conjuro por el Señor, que esta carta se lea a todos los santos hermanos” (1 Tesalonicenses 5:27). Esto es de primordial importancia, porque es el derecho de Dios hablar a las almas directamente. Él puede usar cualquier instrumento que le plazca, y nadie puede formular objeciones. “Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito” (1 Corintios 12:21). Pero cuando se trata de autoridad directa, es algo sumamente solemne acercarse a aquella. Tampoco hablo de juicio privado en las cosas de Dios; no lo admito como principio. Es menester discernir acerca de otras cosas; pero tan pronto como se trata de las cosas de Dios, ¿podríamos hablar de juzgar la Palabra de Dios? Ésta es una señal que pone en evidencia la maldad de los tiempos en que nos encontramos.
Cuando reconozco la Palabra de Dios, traída por su Espíritu, me siento a oír lo que Dios me quiere decir, y entonces es la Palabra la que me juzga, y no yo a ella. Es la Palabra divina traída a mi conciencia y a mi corazón: ¿Cómo, pues, habré de juzgar yo a Dios cuando es Él el que me habla a mí? Si lo hiciera, negaría con eso que Él me habla. Para que tenga verdadero poder, es menester reconocerla como la Palabra de Dios para mi alma, y entonces no pensaría jamás en juzgarla, sino que, al contrario, me sentaría ante ella para que sondee mi corazón y ejercite mi conciencia. Luego debo recibirla como la fuente que me proporciona “lo que era desde el principio”. ¿Por qué? Simplemente porque Dios la dio. Al principio no encontramos las cosas tal como fueron corrompidas, sino lo que Dios estableció.
De nada servirá presentarme la iglesia primitiva; lo que preciso es tener lo que fue desde el principio. Y lo que tengo entonces es la Palabra inspirada y la unidad del cuerpo. Pero después del principio, lo que sucedió en seguida en la historia eclesiástica fue todo una desgraciada división. Dice el apóstol Juan: “Si lo que habéis oído desde el principio permanece en vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre” (1 Juan 2:24). Uno pierde su lugar en el Hijo y en el Padre si se aparta de aquello que fue desde el principio. Es evidente, pues, al aplicar este principio, que debemos tomar en cuenta las circunstancias en que estamos, pues en ellas vemos, no “lo que fue desde el principio”, sino lo que el hombre ha hecho de lo que Dios estableció al principio. Se dice que la iglesia es esto o aquello, pero si tomo lo que Dios estableció, veo la unidad del cuerpo, y a Cristo la Cabeza, y eso es lo que la Iglesia era manifiestamente sobre la tierra. Pero, ¿lo encontramos ahora?
Tenemos, por el contrario, una advertencia. Pablo, como perito arquitecto, puso el fundamento, y advierte a aquellos que van a edificar, que no usen materiales malos, tales como madera, heno, hojarasca, que serán destruidos (1 Corintios 3:12). La obra de edificación fue confiada a la responsabilidad del hombre y, como tal, quedó sujeta al juicio. “Sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mateo 16:18), nos muestra el lado de la edificación que Cristo lleva a cabo, la cual prosigue, pues todavía no está terminada. En Pedro leemos también: “Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed (lit.: “sois”) edificados como casa espiritual” (1 Pedro 2:4-5). Allí se presenta todavía en construcción. Y leemos de nuevo en Efesios 2:21 que “el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor”. Ahora bien, todo esto es la obra de Cristo, lo que los hombres llaman «la iglesia invisible», y por cierto que lo es. Pero por otro lado, leemos: “Cada uno mire cómo sobreedifica” (1 Corintios 3:10), esto es, sobre el fundamento que había sido puesto por Pablo. Aquí tenemos la obra del hombre como instrumento responsable.
Ahora bien, los hombres confunden estas dos cosas; siguen edificando con madera, heno, hojarasca, y luego afirman que las puertas del infierno no prevalecerán contra eso, porque no prestan atención a la Palabra de Dios. Es necesario que veamos los principios de Dios y el poder del Espíritu Santo, que oigamos lo que el Espíritu dice a las iglesias, para que descubramos realmente dónde estamos, a fin de hallar así la senda que Dios ha trazado y sobre la cual claramente debemos andar; y, puedo agregar, es necesaria la fe en la presencia del Espíritu de Dios. Ese Espíritu se servirá de la Palabra para hacernos notar el estado de cosas imperante sin confundir la fidelidad de Dios con la responsabilidad del hombre —lo que hace el mundo supersticioso— sino confesando que hay un Dios vivo, y que ese Dios vivo está entre nosotros en la persona y el poder del Espíritu Santo. Todo está basado en la cruz, por cierto; pero ha venido el Consolador y “por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo” (1 Corintios 12:13).
Pues, ya sea que considere al individuo o a la iglesia, encuentro que el secreto del poder para todo el bien contra el mal ―ya afuera, ya adentro, y sin olvidar que la Palabra de Dios es la guía―, estriba en el hecho de la presencia del Espíritu Santo. “¿O ignoráis ―dijo el apóstol a algunos que andaban muy mal, a fin de corregirlos― que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios?” (1 Corintios 6:19) ¿Creéis vosotros, amados amigos, que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo? Pues ¿qué clase de personas debiéramos ser?
En 1 Corintios 3:16 vemos que se dice exactamente lo mismo acerca de la iglesia: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” La presencia del Espíritu da poder, y poder práctico también para bendición, ya en la iglesia, ya en el individuo, y solamente Él puede hacer algo para verdadera bendición.
De nuevo, solamente sobre la base de la redención Dios puede morar con el hombre. Él no habitó con Adán en inocencia, aunque sí descendió hasta él. Tampoco moró con Abraham, aunque lo visitó y comió con él. Pero cuando Israel salió de Egipto, Dios dijo que los había atraído hacia sí, “para habitar en medio de ellos” (Éxodo 29:46). Y en seguida fue edificado el tabernáculo, y allí se hallaba la presencia de Dios en medio de su pueblo.
Por cierto que ahora tenemos la verdadera y plena redención, y el Espíritu Santo ha descendido a morar en los que creen, a fin de que sean la expresión de lo que Cristo mismo fue cuando estuvo aquí. “Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios” (1 Juan 4:15), y también: “En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu” (1 Juan 4:13). Dondequiera que haya una persona verdaderamente cristiana, Dios mora en ella; no se trata meramente de que tenga vida, sino de que está sellado con el Espíritu Santo, que es el poder para toda conducta moral. Si tan sólo creyésemos que el Espíritu de Dios mora en nosotros, ¡qué sujeción se vería, y qué clase de personas seríamos, al no contristar a ese Espíritu!
Además, en 1 Corintios 2:9 leemos: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu”… “y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios” (v. 12). El Espíritu de Dios y el espíritu del mundo están siempre en contraste. Pero entonces encuentro que la revelación está en contraste con nuestro estado. Tenemos que decir: “ojo no vio”. Estas cosas son tan grandes que no las podemos concebir, pero Dios las ha revelado por su Espíritu. Los santos del Antiguo Testamento no las pudieron descubrir ni conocer, pero con nosotros ocurre lo contrario; nosotros las conocemos, y Él nos ha dado su Espíritu “para que sepamos lo que Dios nos ha concedido”.
En este pasaje (1 Corintios 2:10-14) el Espíritu Santo es visto en tres diferentes etapas: primero, están las cosas que son reveladas por el Espíritu (v. 10); segundo, ellas se comunican mediante palabras enseñadas por el Espíritu (v. 13); y, por último, se perciben o reciben mediante el poder del Espíritu (v. 14). Estas tres son las operaciones del Espíritu de Dios.
Si tomo la Palabra de Dios por sí sola y digo que puedo juzgarla y entenderla, entonces soy un racionalista; es la mente del hombre la que juzga la revelación de Dios. Pero cuando tenemos la mente de Dios comunicada por el Espíritu Santo, y percibida por el poder del Espíritu Santo, entonces tengo la mente de Dios. Hay tanta sabiduría y tanto poder de parte de Dios a nuestra disposición para enfrentar el estado de ruina en que nos encontramos hoy, como lo hubo al principio cuando Él estableció la iglesia; y en eso debemos apoyarnos.
J. N. Darby
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