quinta-feira, 4 de setembro de 2008

El abuso en el juzgar a los demás- William Kelly – F. B. Hole

Mateo 7


Bajo toda circunstancia, esta gran verdad es obligatoria para la conciencia: “No juzguéis, para que no seáis juzgados” (Mateo 7:1). Pero, por otro lado, puede cometerse fácilmente abuso de este principio a causa del egoísmo del hombre. Si alguien persiste en una mala acción y se vale de este pasaje para negar el derecho de los hermanos para juzgar su conducta, es claro que tal persona pone en evidencia una falta de conciencia y de discernimiento espiritual. Sus ojos están cegados por el yo, y él simplemente convierte las palabras del Señor en una excusa para pecar.


El Señor de ninguna manera quiso debilitar la fuerza del santo juicio que hay que ejercer respecto del mal. Al contrario, Él, a su debido tiempo, demandará solemnemente de los suyos lo siguiente: “¿No juzgáis vosotros a los que están dentro?” (1 Corintios 5:12). La falta de los corintios consistía en el hecho de que no juzgaban a aquellos que estaban en su medio. Es claro, pues, que existe un sentido en el cual tengo el deber de juzgar, y otro sentido en el cual no lo tengo. Hay casos en que, si no juzgara, menospreciaría la santidad del Señor, y hay otros casos en que el Señor nos prohíbe emitir juicios, y nos advierte que si lo hacemos, traemos juicio sobre nosotros mismos. Ésta es una cuestión muy práctica para el cristiano: cuándo se debe juzgar y cuándo no nos corresponde hacerlo. Todo lo que se manifiesta de forma clara, es decir, todo lo que Dios presenta ante los ojos de los suyos, de modo que se trata de algo consabido o respecto de lo cual hay un testimonio que no puede ponerse en tela de juicio, los creyentes tienen ciertamente la obligación de juzgar. En una palabra, nosotros somos siempre responsables de aborrecer todo aquello que ofende a Dios, ya sea que se lo conozca directa o indirectamente; porque “Dios no puede ser burlado” (Gálatas 6:7), y los hijos de Dios no debieran ser gobernados por meros detalles insignificantes, de los cuales las maquinaciones del enemigo pueden fácilmente sacar ventaja.


Ahora bien, ¿qué quiso decir el Señor con estas palabras: “No juzguéis, para que no seáis juzgados”? Él no se refiere a aquello que es claro, sino a lo que permanece oculto; a aquello que, en caso de existir, Dios aún no ha puesto en evidencia ante los ojos de los suyos. No somos responsables de juzgar lo que no conocemos, sino que, por el contrario, tenemos el deber de velar contra el espíritu de presumir el mal o de imputar motivos sin plena certeza.


Puede ser que haya un mal, y del más grave carácter, como en el caso de Judas. El Señor dijo de él: “Uno de vosotros es diablo” (Juan 6:70), y dejó expresamente en el secreto a los discípulos en cuanto a los detalles. Y notemos de paso que sólo el evangelio de Juan nos muestra que el conocimiento que tenía el Señor de Judas Iscariote era el de una persona divina. Y Él lo dice mucho antes de que algo saliera a luz. En los demás evangelios todo está reservado hasta la víspera de Su traición, pero Juan fue guiado por el Espíritu Santo a recordar que el Señor les había dicho que era “así desde el principio”, y, si bien él lo sabía (Juan 6:64), los discípulos sólo podían confiar en el conocimiento que el Señor tenía de ello; porque si el Señor tuvo paciencia para con él, ¿no debían ellos hacer lo mismo? Si Él no les dio instrucciones de cómo tratar con el mal, ellos debían esperar. Tal es siempre el recurso de la fe, la que nunca obra con apresuramiento, sobre todo en un caso tan solemne. “El que creyere, no se apresure” (Isaías 28:16).


Nada está oculto para Dios, todo está en sus manos, y la palabra clave es paciencia, hasta que llegue el tiempo de tratar con todo lo que sea contrario a Él. El Señor permite que Judas se manifieste plenamente tal como es, y entonces ya no se trataba más de ser tolerante para con el traidor. Si bien existen ciertos casos de mal que debemos juzgar, también hay asuntos que el Señor no le pide a la Iglesia que los resuelva.


Debemos tener cuidado de no comparecer ante Dios, para que no seamos hallados en detalle, punto por punto —cuando no en lo principal— contra Dios. No debemos quebrar lo que está herido, cediendo a sentimientos personales o de partido. Corremos peligro de caer en esto. El efecto inevitable de un espíritu crítico, propenso a juzgar a los demás, es que terminamos siendo juzgados nosotros mismos. Por lo general se habla mal de un alma que tiene un hábito censor. “Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados” (v. 2).


En seguida el Señor presenta un caso particular: “¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?” (v. 3). Es decir, cuando existe esta predisposición a juzgar, hay un mal aún más serio, a saber, un mal en el espíritu que no es habitualmente juzgado en la presencia del Señor, que vuelve a la persona preocupada y deseosa de demostrar que los demás también están equivocados. “¿O cómo dirás a tu hermano: Déjame sacarte la paja de tu ojo, y he aquí la viga en el ojo tuyo?” (v. 4). La astilla, naturalmente, era algo pequeño, pero se hacía de ella algo muy grande, mientras que la viga —que era algo realmente enorme— era pasada por alto. El Señor, de la manera más enfática, pone en evidencia el peligro de tener un suspicaz espíritu judicial o crítico. Y muestra que la manera de obrar rectamente, si deseamos el bien de los Suyos y que sean librados del mal, es comenzar por juzgarnos a nosotros mismos. Si realmente deseamos sacar la paja del ojo de nuestro hermano, ¿cómo debemos hacerlo? Comencemos por confesar y corregir las graves faltas que hay en nosotros mismos, de las que tan poco conscientes somos: esto es digno de Cristo. ¿De qué manera trata el Señor con ello? ¿Acaso dice de la paja en el ojo de nuestro hermano: «llevad el caso ante jueces»? ¡De ninguna manera! Uno debe examinarse a sí mismo. El alma debe comenzar por ahí. Cuando uno juzga el mal que su conciencia conoce, o que puede aprender en la presencia de Dios en caso de que la propia conciencia no lo conozca ahora, si comenzamos por eso, entonces veremos claramente lo que concierne a los demás; tendremos un corazón apto para introducirnos en las circunstancias de los demás, y un ojo purificado de todo aquello que inhabilita el corazón para tener el mismo sentimiento de Dios respecto de los demás. “¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano” (v. 5). Esto, en principio, bien puede hallarse en un creyente; pero cuando el Señor dice: “¡Hipócrita!”, él hace alusión al mal en su forma más plena; pero aun en nosotros mismos, experimentamos este mal en alguna medida, y ¿puede algo ser más contrario a la simplicidad y a la piadosa sinceridad? La hipocresía es el más odioso de los males que puede hallarse bajo el nombre de Cristo, algo ante lo cual hasta la misma conciencia natural del hombre se retuerce y rechaza. “¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano.”


Una y otra vez podemos comprobar que cuando la propia viga se ha ido, la paja en el otro no se ve más porque ha desaparecido. Y cuando el corazón está puesto en el Señor, ¿acaso nos lamentaríamos de reconocer que estábamos equivocados respecto de nuestro hermano? ¿Acaso no deberíamos regocijarnos al hallar la gracia del Señor en mi hermano, si sólo descubriésemos, ejerciendo el juicio propio, que yo mismo solamente estaba equivocado? Claro que esto será penoso para uno, pero el amor de Cristo en el corazón del creyente se complace en saber que evita así traer una deshonra más sobre Cristo. Éste, pues, es el primer gran principio que nuestro Señor manda aquí. Uno debe velar diligentemente contra el hábito de juzgar a los demás. Ello trae amargura al espíritu que da rienda suelta a este hábito, y vuelve al alma incapaz de tratar con los demás rectamente; pues hemos sido puestos en el mismo cuerpo y, como lo muestra el apóstol Pablo, con el expreso propósito de ayudarnos los unos a los otros, y todos somos miembros los unos de los otros.


W. Kelly, Lectures on the Gospel of Matthew, cap. 7


«El juzgar a un hermano es una tendencia que se halla profundamente arraigada en nuestros corazones. La Palabra no prohíbe juzgar cosas o enseñanzas, sino que, contrariamente, anima a que lo hagamos, como lo podemos ver, por ejemplo, en 1 Corintios 2:15; 10:15. Pero el juicio de las personas, está prohibido. A la Iglesia se le demanda que juzgue a aquellos que están dentro, en ciertos casos, como podemos ver en 1 Corintios 5 y 6. Pero, con esta excepción, juzgar a las personas es prerrogativa del Señor. Y si, a pesar de que el Señor prohíbe juzgar, incurrimos en ello, dos penas seguirán con toda seguridad, como él lo indica aquí. En primer lugar, nosotros mismos vendremos a juicio, y seremos medidos tal como hemos medido a los demás. En segundo lugar, seremos llevados a la hipocresía. No bien comenzamos a juzgar a los demás, nos volvemos ciegos a nuestros propios defectos. El pequeño defecto en nuestro hermano lo vemos aumentado bajo la lupa de nuestros propios ojos, sin ser conscientes de que tenemos el gran defecto de una naturaleza que deteriora nuestra vista espiritual. La más provechosa forma de juicio para cada uno de nosotros es el juicio de uno mismo.»


F. B. Hole, Matthew, cap. 7


El JUZGAR A LOS DEMÁS

Muchos aplican Mateo 7:1 en forma incorrecta, como si el cristiano no debiera juzgar en absoluto. El error de tal interpretación se hace evidente al leer el versículo 15 de este mismo capítulo: “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces”. ¿Cómo podríamos “guardarnos de los falsos profetas” si no tuviéramos que juzgar en absoluto? Lo que no debemos juzgar son los motivos del corazón. Pero es nuestro deber juzgar la conducta y la doctrina de los demás. Esto queda claro al leer 1.ª Corintios 5:12-13: “Porque ¿qué razón tendría yo para juzgar a los que están fuera? ¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? Porque a los que están fuera, Dios juzgará. Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros”. ¿Qué quiere decir esto? Que los cristianos claramente tienen la obligación de juzgar una mala conducta y de quitar de en medio de ellos al ofensor impenitente. Si los corintios no lo hubieran hecho, Dios los habría tenido que juzgar a ellos. Por último, leamos 1.ª Juan 4:1: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo”. ¿Qué quiere decir esto? Claramente que los cristianos tienen la obligación de juzgar la doctrina de todo aquel que viene a ellos, y de rechazar las que son falsas.

C.H.M.


JUZGARSE A SÍ MISMO

Existen pocos ejercicios más valiosos y saludables para el cristiano que el de juzgarse a sí mismo. Con esto no me refiero a la desdichada práctica de buscar en uno mismo pruebas de vida y de seguridad en Cristo, pues sería terrible estar ocupados en esto. Yo no podría concebir ninguna otra ocupación más deplorable que la de estar mirando a un yo vil en vez de contemplar a un Cristo resucitado. La idea que muchos cristianos parecen abrazar con respecto a lo que se conoce como «autocrítica» —esto es, un examen de sí mismos— es por cierto deprimente. Ellos lo consideran como un ejercicio que puede terminar haciéndolos descubrir que no son cristianos en absoluto. Esto, lo repetimos, es una labor terrible.

Sin duda es bueno que aquellos que han estado edificando sobre un fundamento arenoso tengan abiertos sus ojos para ver el grave error que ello configura. Es bueno que aquellos que con satisfacción han estado envueltos en ropajes farisaicos se despojen de los mismos. Es bueno que aquellos que han estado durmiendo en una casa en llamas despierten de sus sueños. Es bueno que aquellos que han estado caminando con los ojos vendados al borde de un terrible precipicio se saquen la venda de sus ojos para que vean el peligro y retrocedan. Ninguna mente inteligente y ordenada pensaría en poner en duda la propiedad de todo esto. Pero entonces, admitiendo plenamente lo antedicho, la cuestión del verdadero juicio propio permanece completamente intacta. En la Palabra de Dios no se le enseña ni una vez al cristiano a examinarse a sí mismo con la idea de que descubra que no es cristiano, sino —y trataremos de demostrarlo— precisamente lo contrario.

Hay dos pasajes en el Nuevo Testamento que son tristemente mal interpretados. El primero tiene que ver con la celebración de la cena del Señor: “Por tanto, pruébese (o examínese) cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa. Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí” (1.ª Corintios 11:28-29). Ahora bien; es común, en este pasaje, que el término “indignamente” se lo aplique a las personas que participan, cuando, en realidad, se refiere a la manera de participar. El apóstol nunca pensó en cuestionar el cristianismo de los corintios; es más, en las palabras de apertura de su epístola él se dirige a ellos en estos términos: “a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos” (en rigor, «santos por llamamiento»). ¿Cómo podía él emplear este lenguaje en el capítulo 1 y poner en tela de juicio, en el capítulo 11, la dignidad de esos santos para participar de la cena del Señor? ¡Imposible! Él los consideraba santos y, como tales, los exhortó a celebrar la cena del Señor de una manera digna. Jamás se planteó la cuestión de que estuviera presente allí alguno que no fuese verdadero cristiano; de modo que era absolutamente imposible que la palabra “indignamente” se pudiera aplicar a personas. Su aplicación correspondía únicamente a la manera. Las personas eran dignas, pero su manera no; y entonces fueron exhortadas, como santas, a juzgarse a sí mismas en lo que respecta a su proceder, pues, de lo contrario, el Señor habría de juzgarlas en sus personas, como ya había sido hecho (1 Corintios 11:30). En una palabra, habían sido exhortados a juzgarse a sí mismos en su calidad de cristianos. Si ellos hubiesen tenido dudas de esa condición, no habrían sido capaces de juzgar absolutamente nada. Yo nunca pensaría en hacer que mi hijo juzgase si es hijo mío o no, pero sí esperaría que él se juzgara a sí mismo en cuanto a sus hábitos, pues, de lo contrario, yo tendría que hacer, mediante la disciplina, lo que él debió haber hecho mediante el enjuiciamiento propio. Precisamente porque lo considero mi hijo no lo dejaría sentarse a mi mesa con ropas sucias y malos modales.

El segundo pasaje se encuentra en 2.ª Corintios 13: “pues buscáis una prueba de que habla Cristo en mí... examinaos a vosotros mismos” (v. 3-5). El resto del pasaje es un paréntesis. El punto esencial es éste: el apóstol apela a los mismos corintios como la clara prueba de que su apostolado era divino; de que Cristo hablaba en él, de que su comisión provenía del cielo. Él los consideraba como verdaderos cristianos, a pesar de toda la confusión que reinaba en la asamblea; pero, puesto que ellos constituían el sello de su ministerio, ese ministerio debía ser divino, y, por ende, no debían oír a los falsos apóstoles que hablaban en contra de él. El cristianismo de los corintios y el apostolado de Pablo estaban tan íntimamente relacionados que poner en duda el uno implicaba poner en duda el otro. Resulta claro, pues, que el apóstol no exhortaba a los corintios a examinarse a sí mismos con la idea de que dicho examen pudiera resultar en el triste descubrimiento de que no eran cristianos en absoluto. ¡Todo lo contrario! En realidad, es como si yo fuera a mostrarle un auténtico reloj a una persona y le dijese: «Ya que usted busca pruebas de que el hombre que fabricó este reloj es un verdadero relojero, examine el aparato».

Resulta claro, pues, que ninguno de los pasajes citados aporta garantía alguna que apoye la idea de ese tipo de «examen de conciencia» o «autocrítica» que algunos sostienen, el cual se basa en un sistema de dudas y temores y carece de todo respaldo en la Palabra de Dios. El juicio propio, sobre el cual deseo llamar la atención del lector, es algo totalmente diferente. Es un sagrado ejercicio cristiano del más saludable carácter. Tiene por base la más inquebrantable confianza respecto de nuestra salvación y aceptación en Cristo. El cristiano es exhortado a juzgarse a sí mismo por cuanto es cristiano, y no para ver si lo es. Esto marca toda la diferencia. Si estuviera mil años haciendo un examen de conciencia, una autocrítica, y buceara en el yo, no hallaría otra cosa que miseria, ruinas e iniquidad, cosas todas a las que Dios hizo a un lado y a las que yo tengo la responsabilidad de considerarlas “muertas”. ¿Cómo podría esperar obtener pruebas consoladoras mediante tal examen? ¡Imposible! Las pruebas del cristiano no han de hallarse en su corrompido yo, sino en el resucitado Cristo de Dios; y cuanto más logre olvidarse de lo primero y ocuparse en lo segundo, tanto más feliz y santo será. El cristiano se juzga a sí mismo, juzga sus hábitos, sus pensamientos, sus palabras y sus actos porque cree que es cristiano, no porque dude que lo sea. Si él duda, no es apto para juzgar nada. El verdadero creyente se juzga a sí mismo estando plenamente consciente y gozoso de la eterna seguridad de la gracia de Dios, de la divina eficacia de la sangre de Jesús, del poder de Su intercesión que prevalece sobre todo, de la inquebrantable autoridad de la Palabra, de la divina seguridad de la más débil oveja de Cristo; sí, entrando en estas realidades inapreciables por la enseñanza de Dios el Espíritu Santo, el creyente verdadero se juzga a sí mismo. La idea humana de la «autocrítica» se basa en la incredulidad. La idea divina del juicio propio, en cambio, se basa en la confianza.

Pero nunca olvidemos que somos exhortados a juzgarnos a nosotros mismos. Si perdemos esto de vista, la vieja naturaleza no tardará en aflorar de nosotros y ganará la delantera; entonces tendremos que ocuparnos tristemente en ello. Los cristianos más devotos tienen un sinnúmero de cosas que necesitan ser juzgadas, y, si no se juzgan habitualmente, seguramente acumularán abundante y amargo trabajo para sí. Si hubiese enojo o ligereza, orgullo o vanidad, desidia natural o impetuosidad natural, cualquier cosa que pertenezca a la naturaleza caída, nuestro deber como cristianos es juzgar y avasallar todas estas cosas. Todo lo que sea juzgado de forma permanente nunca se hallará en la conciencia. El enjuiciamiento propio mantendrá todos nuestros asuntos de forma correcta y en orden; pero, si la vieja naturaleza no es juzgada, no sabemos cómo, cuándo o dónde brotará, provocando un agudo dolor del alma y trayendo deshonra al nombre del Señor. Los más graves casos de fracaso y decadencia generalmente se deben al descuido en el juicio de uno mismo respecto de cosas pequeñas. Hay tres diferentes niveles de juicio: el juicio propio, el juicio de la iglesia y el juicio divino. Si un hombre se juzga a sí mismo, la asamblea se conserva pura. Pero si no lo hace, el mal brotará de alguna forma, y entonces la asamblea se verá comprometida. Y si la asamblea deja de juzgar el mal, entonces Dios habrá de tratar con la asamblea. Si Acán hubiese juzgado sus pensamientos ambiciosos, la congregación no se habría visto implicada (Josué 7). Si los corintios se hubiesen juzgado en privado, el Señor no habría tenido que juzgar a la asamblea en público (1.ª Corintios 11).

Todo esto es sumamente práctico y humillante para el alma. ¡Ojalá que todo el pueblo del Señor aprenda a andar en el despejado día de Su favor, en el santo gozo de sus mutuas relaciones y en el habitual ejercicio de un espíritu de juicio propio!

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