domingo, 14 de setembro de 2008

Murmurar de los demás- C. H. Mackintosh

“Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién morará en tu monte santo?... El que no calumnia con su lengua, ni hace mal a su prójimo, ni admite reproche alguno contra su vecino” (Salmo 15:1-3).

Estimada hermana,

No nos aclara dónde vive, pero tememos que el mal respecto del cual usted llama nuestra atención no se limita a su localidad, o a la clase particular de gente a la que usted se refiere, esto es, a las «mujeres solteras». El pecado de murmurar de los demás o de criticar al otro en su ausencia, es algo que prevalece por todas partes y entre toda clase de personas en una medida aterradora. Es un mal abominable, y hasta diabólico. En verdad se ha dicho que «el que habla mal del otro, causa daño a tres personas: a sí mismo, al que lo oye y al sujeto de sus comentarios». Si yo tuviese que hallar alguna falta en una persona, ella debería ser la primera en oír de mis labios acerca de ello. ¡Qué poco se hace caso de esto! Nos encontramos con alguien y lo saludamos con una sonrisa y un apretón de manos, intercambiamos una amable conversación y, tan pronto como nos despedimos y nos separamos, empezamos a descalificarlo de una u otra forma. Un viejo hermano afirmó atinadamente: «Estoy resuelto a no hablar nunca de las virtudes de una persona frente a ella, ni de sus faltas tras sus espaldas.» ¡Qué noble determinación! ¡Ay, qué poco ponemos estos sanos principios en práctica! Lo que hacemos generalmente es justamente lo contrario: adulamos a los demás en su propia cara, y los denigramos a sus espaldas. ¡Quiera el Señor librarnos de esta bochornosa y pecaminosa costumbre! Con toda seguridad que está inspirada por el mismo diablo. Necesitamos ser más fieles al hablar a los demás, pero también debemos ser más benignos y afables al hablar de ellos. Si vemos algo malo en una persona, vayamos directamente a ella y hablémosle con toda franqueza y claridad; y si no tenemos nada bueno que decir de ella, corramos el velo del silencio sobre ella. Esto evitaría un aluvión de males y de perjuicios; evitaría indecibles penas y animosidades. Dice la Palabra: “Hermanos, no murmuréis los unos de los otros” (Santiago 4:11). ¡Qué palabras tan oportunas! ¡Pero qué lamentable que haya tan pocos que actúen sobre este principio! Parece haber una verdadera falta de honestidad común, una ausencia de franqueza varonil, y una tremenda vileza y cobardía al decir a espaldas de alguien lo que no nos atreveríamos a decirle en su propia cara. Los creyentes deben huir de todo esto, tan bajo, tan ruin. Naturalmente que las «mujeres solteras» están más expuestas a este mal, que aquellas cuyas manos están plenamente ocupadas con los quehaceres domésticos. Deducimos esto de las punzantes palabras del apóstol en 1.ª Timoteo 5:13: “Y también aprenden a ser ociosas, andando de casa en casa; y no solamente ociosas, sino también chismosas y entremetidas, hablando lo que no debieran.” Puede que se diga que este pasaje se aplica a las “viudas más jóvenes”; pero es indiscutible que el espíritu del pasaje se aplica perfectamente a todos los casos donde exista este mal. Es una buena cosa estar ocupados plenamente en nuestros respectivos trabajos; ello nos libra de muchos males, y de estar hablando mal entre los demás, y contra esto advertimos solemnemente a todos nuestros lectores. El diablo es un difamador, el mayor de los difamadores, y todos los que dan rienda suelta a esta costumbre, están haciendo su obra. Quisiéramos recomendarles tanto a nuestra querida amiga como a todos nuestros lectores, que, para todos los casos de hablar mal de los demás en su ausencia, adopten el remedio de Salomón: “El viento del norte ahuyenta la lluvia, y el rostro airado la lengua detractora” (Proverbios 25:23). Nunca prestemos oídos a uno que habla mal del otro a sus espaldas, porque si lo hacemos, “participamos en sus malas obras”. Recordemos el camino del Señor: hablarnos fielmente a nosotros, pero con gracia de nosotros. Procuremos imitar esto, y no ser hallados haciendo la obra de Satanás.

La actitud que Dios espera de aquel que es criticado

Quiera Dios concedernos la gracia de guardarnos de ese mal tan vil de hablar mal de los demás. Velemos para no ser hallados incurriendo en este mal contra aquellos que son tan queridos para Él, y que tanto le ofende. No hay un solo miembro del pueblo de Dios en el cual no podamos hallar algo bueno, con tal que lo busquemos de la manera correcta. Ocupémonos únicamente en lo bueno; detengámonos en lo bueno y procuremos fortalecerlo y desenvolverlo de todas las maneras posibles. Por otro lado, si no hemos podido descubrir lo bueno en nuestro hermano y compañero de servicio, si nuestro ojo sólo ha logrado ver extravagancias, si no hemos logrado hallar la chispa de vida entre las cenizas, la piedra preciosa en medio de las impurezas; si sólo hemos visto lo que era de la naturaleza carnal, en ese caso corramos el velo del silencio sobre nuestro hermano, con amor y benevolencia, y hablemos de él solamente ante el trono de la gracia.

Asimismo, cuando nos toca estar en compañía de aquellos que dan rienda suelta a la perversa costumbre de hablar en contra de los hijos de Dios, si no logramos cambiar el curso de la conversación, levantémonos y abandonemos ese lugar, dando con ello testimonio contra lo que es tan aborrecible para Cristo. Jamás nos sentemos junto a un difamador para escucharlo. Podemos estar seguros de que está haciendo la obra del diablo, e infligiendo un daño positivo a tres distintas personas: a sí mismo, a su oyente y al sujeto que es blanco de sus censuras.

Hay algo de perfecta belleza en el modo en que Moisés se condujo en la escena ante nosotros (Números 12). Se mostró de veras un hombre manso, no solamente en el caso de Eldad y Meldad, sino también en el asunto más angustioso y delicado de Aarón y María. En el primer caso, en vez de estar celoso de aquellos que fueron llamados a compartir su dignidad y responsabilidad, se regocija de la obra de ellos, y ruega para que todo el pueblo de Dios pueda poseer el mismo privilegio sagrado. En el segundo caso, en vez de experimentar y guardar resentimiento contra su hermano y su hermana, estuvo bien dispuesto en seguida a tomar el lugar de intercesor: “Y dijo Aarón a Moisés: ¡Ah! señor mío, no pongas ahora sobre nosotros este pecado; porque locamente hemos actuado, y hemos pecado. No quede ella ahora como el que nace muerto, que al salir del vientre de su madre, tiene ya medio consumida su carne. Entonces Moisés clamó a Jehová, diciendo: Te ruego, oh Dios, que la sanes ahora” (Números 12:11-13).

Aquí Moisés exhala el espíritu de su Señor, y ruega por los que hablaron tan agriamente contra él. Ésta era la victoria, la victoria de un hombre manso, la victoria de la gracia. Un hombre que conoce su verdadero lugar ante Dios, es capaz de elevarse por encima de todos los males que se dicen de él; y no se aflige por éstos, sino únicamente por aquellos que los pronuncian. Es capaz de perdonarlos. No es susceptible, no es tenaz, ni ocupado en sí mismo. Sabe que nadie lo podrá colocar por debajo de lo que merezca; y, por tal motivo, si alguien habla contra él, puede inclinar la cabeza con mansedumbre y continuar su camino, encomendándose a sí mismo y su causa a Aquel “que juzga justamente” y que “pagará a cada uno conforme a sus obras” (1.ª Pedro 2:23; Romanos 2:6).

Tal es la verdadera dignidad. ¡Ojalá que podamos comprenderla un poco mejor, y entonces no estaremos tan dispuestos a encendernos en ira cuando alguno crea que es lo justo hablar con descrédito de nosotros o de nuestra obra; al contrario, bien podemos elevar nuestros corazones en ferviente oración por ellos, trayendo así bendición sobre ellos y sobre nuestras almas!

C. H. M. Notes on the Pentateuch, Numbers 12
Extraído de http://verdadespreciosas.com.ar

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