domingo, 23 de novembro de 2008

Sobre la Formación de las Iglesias- J.N Darby

Introducción

Las circunstancias actuales han llevado a muchos cristianos a considerar si los creyentes son verdaderamente competentes para formar iglesias, según el modelo de las iglesias primitivas, y si la formación de tales cuerpos está actualmente en armonía con la voluntad de Dios.

Uno no puede sino reconocer la confusión que existe en la cristiandad, y algunos estiman que la única manera de hallar la bendición en medio de toda esta ruina es formando y organizando iglesias. Otros consideran que un intento de esa naturaleza es un mero producto del esfuerzo humano, y que, como tal, carece de la primera condición de una bendición duradera, la cual sólo puede hallarse en una entera dependencia de Dios; aunque desde luego reconocemos que la sinceridad y la verdadera piedad de muchos que han tomado parte en esta acción, puede hasta cierto punto tener la bendición de Dios.

El que escribe estas páginas, unido por los lazos más fuertes de afecto fraternal y amor en Cristo a muchos de los que pertenecen a cuerpos que asumen el título de Iglesia de Dios, ha evitado cuidadosamente todo conflicto con sus hermanos sobre este tema, aunque a menudo ha dialogado con ellos acerca de estas cuestiones. No ha hecho más que separarse de las cosas que se hallaban en ese cuerpo, cuando ellas le parecían contrarias a la Palabra de Dios, procurando solícitamente, no obstante, guardar “la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”, y teniendo en cuenta aquellas palabras: “Si entresacares lo precioso de lo vil, serás como mi boca” (Jeremías 15:19), instrucción de infinito valor en medio de la confusión actual. Pero su afecto no ha disminuido, ni se han roto ni debilitado sus vínculos.

Dos consideraciones impelen al escritor de manera especial a declarar lo que para él es el pensamiento de las Escrituras sobre este tema: un deber hacia el Señor (y el bien de Su Iglesia es de la mayor consideración), y luego un deber de amor hacia sus hermanos, amor que debe ser dirigido por la fidelidad al Señor. Escribe estas páginas debido a que la idea de hacer iglesias constituye el verdadero obstáculo para el cumplimiento de lo que todos desean, a saber, la unión de los santos en un solo cuerpo: primero, porque en aquellos que lo han intentado, al sobrepasar el poder que el Espíritu les había dado, ha obrado la carne; y, en segundo lugar, porque aquellos que estaban fatigados del mal de los sistemas nacionales, al verse en la necesidad de escoger entre ese mal y lo que satisfacía el punto de vista de ellos como congregaciones disidentes, se quedan a menudo donde se encuentran, sin esperanzas de hallar algo mejor. En las condiciones actuales sería una extravagancia afirmar que estas iglesias puedan realizar la deseada unión, pero no voy a insistir en ello para no entristecer a algunos de mis lectores. Mi intención es más bien poner en primer término los puntos en los que estamos de acuerdo, puntos que a la vez nos ayudarán a formarnos un juicio claro y cierto sobre muchos sistemas actualmente existentes, sistemas que, si bien son incapaces de producir el bien deseado por un gran número de hermanos, dejan a sus partidarios, como único consuelo y excusa, el pensamiento de que los demás no pueden hacer más que ellos para alcanzar la meta propuesta.

El propósito de Dios en cuanto a la reunión de los creyentes en la tierra

Es el deseo de nuestros corazones y, según creemos, la voluntad de Dios en esta dispensación[2], que todos los hijos de Dios estén reunidos como tales, y, por consiguiente, fuera de este mundo. El Señor se dio a sí mismo “no solamente por la nación (los judíos), sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Juan 11:52). Esta reunión de todos en uno era, pues, el motivo inmediato de la muerte de Cristo. La salvación de los elegidos era tan cierta antes de Su venida —aunque se cumplió por medio de ella— como más tarde. La dispensación judía, que precedió a Su venida a este mundo, tenía por objeto, no reunir a la Iglesia sobre la tierra, sino mostrar el gobierno de Dios por medio de una nación elegida. En la actual dispensación, el propósito del Señor es reunir así como salvar, no solamente realizar la unidad en los cielos, donde los propósitos de Dios se cumplirán ciertamente, sino aquí en la tierra, por “un solo Espíritu” enviado del cielo. “Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo” (1 Corintios 12:13). Ésta es la innegable verdad respecto a la Iglesia, tal como la Palabra nos la presenta. Muchos pueden tratar de demostrar que hipócritas y malvados se han infiltrado en la Iglesia; pero no se puede escapar a la conclusión de que había una Iglesia en la cual se deslizaron. La unión de todos los hijos de Dios en un solo cuerpo es evidentemente según el pensamiento de Dios en la Palabra.

La posición de los sistemas nacionales en cuanto a la reunión de los creyentes

En cuanto a los llamados sistemas nacionales, es imposible hallar rastros de su existencia anteriormente al período de la Reforma. Ni su misma noción parece haber existido antes de este período. Lo único que podemos encontrar que sea mínimamente análogo —los privilegios de la Iglesia galicana y la práctica de votar por naciones en algunos concilios generales— son cosas tan ampliamente diferentes que no demandan discusión alguna.

El nacionalismo, es decir, la división de la Iglesia en cuerpos formados de tal o cual nación, es una novedad que data de cuatro siglos[3], aunque en estos sistemas se encuentran muchos queridos hijos de Dios. La Reforma no tocó directamente la cuestión del verdadero carácter de la Iglesia de Dios. No hizo nada para restaurarla a su estado primitivo. Hizo algo que es mucho más importante: expuso la verdad de Dios tocante a la gran doctrina de la salvación de las almas, con mucha más claridad y con un efecto mucho más poderoso que el moderno avivamiento. Pero no restableció la Iglesia en sus facultades primitivas: al contrario, la sujetó en general al Estado para librarla del Papa, porque consideraba peligrosa la autoridad papal y consideraba como cristianos a todos los sujetos de un país.

Para escapar de esta anomalía, creyentes fieles trataron de hallar refugio en una distinción entre una iglesia visible y una iglesia invisible. Pero leamos la Escritura: “Vosotros sois la luz del mundo.” ¿Qué valor tiene una luz invisible? “Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder” (Mateo 5:14). Decir que la verdadera Iglesia ha sido reducida a la condición de invisible es decidir toda la cuestión, y afirmar que la Iglesia ha perdido enteramente su posición original[4] y carácter esencial, y que está en un estado de apostasía, es decir, que se ha apartado del propósito de Dios y de la constitución que ella había recibido de Él; pues Dios no encendió una lámpara para ponerla debajo de un almud, sino para ponerla sobre el candelero para alumbrar a todos los que están en la casa (Mateo 5:15). Si se volvió invisible, dejó de responder al propósito para el cual fue constituida (véase Juan 17:21), es apóstata. Tal es, según su propio testimonio, el estado público del cristianismo.
La posición de la disidencia en cuanto a la reunión de los creyentes

Estamos, pues, de acuerdo en el hecho de que la reunión de todos los hijos de Dios en uno es según el propósito del Señor expresado en su Palabra.
Pero mi pregunta, antes de seguir, es ésta: ¿Puede uno creer que las iglesias disidentes, tal como existen en éste y en otros países, hayan alcanzado este objetivo, o que sea probable que lo alcancen?

Esta verdad de la reunión en uno de los hijos de Dios, la Escritura la presenta llevada a cabo en diferentes localidades; y en cada localidad, los cristianos allí residentes constituían un solo cuerpo. Las Escrituras son perfectamente claras a este respecto. Desde luego, se ha planteado la objeción de que una unión así es imposible, pero sin presentar pruebas extraídas de la Palabra de Dios que apoyen tal postura. Se dice: «¿Cómo podría ser esto posible en Londres o en París?» Pues bien, ello era posible en Jerusalén, y allí había más de cinco mil creyentes. Y si bien se reunían en casas y aposentos particulares, no por eso dejaban de ser un solo cuerpo, dirigido por un solo Espíritu, por una sola regla de gobierno, en una sola comunión, y reconocidos como tales. Por tal razón, tanto en Corinto como en otros lugares, una epístola dirigida a la Iglesia de Dios habría encontrado su destino en un cuerpo conocido. E iré más allá, y añadiré que es claramente nuestro deber desear pastores y maestros que asuman el cuidado de tales congregaciones, y que Dios ciertamente los suscitó en la Iglesia tal como la vemos en la Palabra.

Habiendo reconocido plenamente estas verdades importantes, a saber:

1 La unión de todos los hijos de Dios;
2 La unión de todos los hijos de Dios en cada ciudad o localidad; y habiendo reconocido además que así se los contempla en la Palabra de Dios, la cuestión parecería resuelta. Pero aquí debemos hacer una pausa. Uno no puede negar que este hecho, confirmado por la Palabra de Dios (y se trata de un hecho, no de una teoría) haya dejado de existir, y la cuestión que debe resolverse es simplemente ésta: «¿Cómo debería un cristiano juzgar y actuar cuando un estado de cosas que la Palabra de Dios describe, ha dejado de existir?» Se me dirá en seguida que lo que hay que hacer es restaurarlo. Pero esa respuesta es una prueba del mal existente y supone que tenemos poder en nosotros mismos para hacerlo. Yo más bien diría: oigamos la Palabra y obedezcámosla, por cuanto ella se aplica a este estado de decadencia. La respuesta anterior presupone dos cosas: primero, que es la voluntad de Dios restablecer esta economía o dispensación[5] a su estado original después que ha fracasado; segundo, que uno posee la capacidad y la autorización para restaurarla. ¿Encuentra esto fundamento en las Escrituras?

Supongamos un caso. Dios hizo al hombre inocente; Dios dio al hombre Su ley. Todos los cristianos confesarán que el pecado es un mal, y que no debemos cometerlo. Supongamos que alguien, convencido de esta verdad, emprenda el cumplimiento de la ley, ser inocente, y agradar así a Dios. Se me dirá de inmediato que el tal actúa sobre la base de su propia justicia, que confía en sus propias fuerzas, y que no comprende la Palabra de Dios. Volver, del mal existente, a aquello que Dios estableció al principio, no siempre, pues, es una prueba de que hemos comprendido Su Palabra y Su voluntad. Sin embargo, juzgaremos con rectitud y verdad que lo que Él estableció al principio era bueno y que nos hemos apartado de ello.

Apliquemos esto a la Iglesia. Todos reconocemos —pues estoy escribiendo a quienes lo reconocen— que Dios estableció iglesias. Reconocemos que los cristianos, o, en una palabra, la Iglesia en general, se han alejado tristemente de lo que Dios había establecido en un principio, y que por ello somos culpables. Proponerse restablecerlo todo a su condición original es —o podría ser— el resultado de la operación del mismo espíritu que conduce a un hombre a querer restablecer su propia justicia cuando la ha perdido.

Antes de poder acceder a vuestras pretensiones, es necesario que me hagáis ver no sólo que la Iglesia era así al principio, sino también que es la voluntad de Dios que sea restaurada a su gloria primitiva, ahora que la iniquidad del hombre ha empañado aquella gloria y se ha apartado de ella; y más aún, que la unión voluntaria de “dos o tres”, o de veintidós o veintitrés cristianos, o de varios de estos cuerpos, tiene el derecho, en cualquier localidad, de llamarse la Iglesia de Dios, cuando ésta era originalmente el conjunto de todos los creyentes en una localidad determinada. Es necesario, además, que aquellos que pretenden tal posición, me demuestren que han recibido de Dios la misión y el don de reunir a los creyentes con una autoridad tal que puedan tratar con justicia a los que no responden a su llamamiento como cismáticos, condenados a sí mismos, y como extraños a la Iglesia de Dios.

Y aquí, permítaseme insistir en un punto muy importante, que aquellos que quieren a toda costa hacer iglesias han perdido de vista. Ellos estaban tan preocupados de sus iglesias que casi perdieron de vista a la Iglesia. Según las Escrituras, la totalidad de las iglesias aquí en la tierra[6] constituye la Iglesia, al menos la Iglesia sobre la tierra; y la Iglesia en un determinado lugar no era otra cosa que la asociación regular de todos aquellos que formaban parte de todo el cuerpo de la Iglesia, es decir, de todo el cuerpo de Cristo aquí en la tierra; y aquel que no era miembro de la Iglesia en el lugar donde vivía, no era en absoluto miembro de la Iglesia de Cristo; y el que dice que no es miembro de la Iglesia de Dios en Rolle[7] no tiene derecho a reconocerme en absoluto como miembro de la Iglesia de Dios. No había idea de semejante distinción entre las pequeñas iglesias de Dios en un lugar determinado y la Iglesia en su conjunto. Cada uno estaba en alguna Iglesia, si existía una allí donde residía, y, por tanto, pertenecía a la Iglesia; pero nadie se figuraba pertenecer a la Iglesia si se hallaba separado de la Iglesia en el lugar donde vivía. El sistema de hacer iglesias solamente es lo que ha llevado a la separación de estas dos cosas, y casi ha destruido la idea de la Iglesia de Dios, al establecer iglesias parciales y voluntarias en diferentes lugares[8].

Vuelvo al caso del hombre que ya hemos supuesto. Supongamos ahora que su conciencia ha sido tocada y vivificada por el Espíritu de Dios. ¿Cuál será el efecto? Será, en primer lugar, hacerle reconocer su estado de ruina a causa del pecado, y la nulidad de su inocencia y de su propia justicia. En segundo lugar, un sentimiento de total dependencia de Dios y de sumisión de corazón al juicio de Dios en un estado semejante.

Apliquemos esto a la Iglesia y a toda la dispensación. Mientras los hombres dormían, el enemigo sembró la cizaña (Mateo 13:25). La Iglesia está en un estado de ruina, sumergida y perdida en el mundo, invisible, si se quiere decir así, a pesar de que debería presentar, como un candelero, la luz de Dios. Si ella no está en un estado de ruina, entonces pregunto a nuestros hermanos disidentes: ¿Por qué la dejaron? Y si lo está, reconozcamos, pues, esta ruina, esta apostasía, este apartamiento de su primer estado. ¡Ay! La realidad es demasiado evidente. Abraham puede recibir ovejas, vacas, asnos, siervos, criadas, asnas, camellos, pero su esposa está en la casa de Faraón (Génesis 12:16).
¿Cuál será, pues, el efecto de la operación del Espíritu, el fruto de la fe? Reconocer este estado de ruina, tomar conciencia de él y, en consecuencia, humillarse. Y nosotros, que somos culpables de este estado de cosas, ¿pretenderíamos restaurar todo eso? No, eso sería una prueba de que no estamos humillados por ello. Busquemos más bien, con humildad, lo que Dios nos dice en su Palabra de un estado de cosas semejante, y no actuemos como un niño que, después de haber roto un vaso de gran precio, trata de juntar los trozos rotos y de restablecerlo con la esperanza de ocultar el mal de la vista de los demás.

En la condición caída de la dispensación actual, ¿puede el hombre restaurarla a su condición original?

Insisto con este argumento ante aquellos que pretenden organizar iglesias. Si ellas existen, ellos no tienen que hacerlas. Si, como dicen ellos, existían al principio pero han dejado de existir, en este caso la dispensación está en un estado de ruina y en una condición de total apartamiento de su condición original. Su pretensión, pues, es emprender la tarea de restablecerla. Y es este intento, precisamente, el que tienen que justificar, si no, toda esta pretensión no tiene ningún fundamento. Se objetará que la Iglesia no puede fracasar, y que Dios le prometió que las puertas del hades no prevalecerían contra ella. Esto lo reconozco, si entendemos por ello que la salvación de los escogidos está asegurada, que la gloria de la Iglesia en la resurrección triunfará sobre Satanás, y que Dios asegurará el mantenimiento de la confesión de Jesús sobre la tierra hasta el arrebatamiento de la Iglesia. Pero no se trata aquí de eso. La salvación de los escogidos también estaba asegurada antes de que hubiese una iglesia congregada. Por otra parte, si con lo anterior se quiere afirmar que la dispensación actual no puede fracasar, entonces se está proponiendo un grave y pernicioso error. Si esto fuese verdad, ¿por qué entonces os habéis separado del estado en que ella se encuentra? Si la economía o dispensación de Dios, respecto de la reunión de la Iglesia en la tierra, sigue subsistiendo en su condición original sin haber caído, ¿por qué hacéis nuevas iglesias? Éste es un punto en que sólo el Papado es consecuente.

Pero, ¿qué dice la Palabra? Que la apostasía debe llegar antes del juicio; que “en los postreros días vendrán tiempos peligrosos”; que habrá apariencia de piedad, pero sin eficacia (2 Timoteo 3:5). Y añade: “A estos evita.” Y el pensamiento de que la dispensación de la Iglesia no puede caer es tratado en Romanos 11 como una fatal presunción que conduce a los gentiles a su ruina. El Espíritu Santo condena a aquellos que tienen este pensamiento como sabios a sus propios ojos, y nos enseña, al contrario, que Dios actuará para con la actual dispensación tal como lo ha hecho con las anteriores; que si permanecía en la bondad de Dios, seguiría en esta bondad; en caso contrario, la dispensación sería cortada (Romanos 11:22). La Palabra nos revela así el cercenamiento y no la restauración de la dispensación, en caso de no permanecer fiel. Y dedicarse a reconstruir nuevamente la Iglesia y las iglesias sobre la base donde se encontraban al principio, es reconocer su estado de caída actual sin someterse al testimonio de Dios sobre Sus propios pensamientos tocantes a este estado de ruina. Es actuar según nuestros propios pensamientos y confiar en nuestras propias fuerzas, para llevar a cabo nuestro proyecto. ¿Y cuál fue el resultado?

Lo que está en cuestión, no es saber si existían tales iglesias en la época en que la Palabra de Dios fue escrita; sino saber si, después que aquellas iglesias dejaron de existir a causa de la iniquidad del hombre, y que los creyentes fueron dispersados (y éstos son hechos reconocidos), aquellos que toman entre manos el oficio apostólico de restablecer las iglesias sobre su base original —y, por consecuencia, de restablecer toda la dispensación—, han comprendido realmente el pensamiento de Dios, y si están dotados de poder para emprender la tarea que se han impuesto: dos cuestiones totalmente diferentes. No creo que nadie, ni la persona más celosa, que, con un deseo cuya sinceridad reconozco plenamente, haya buscado restablecer la dispensación caída (y David también fue sincero en su deseo de edificar el templo, aunque no era la voluntad de Dios que lo hiciera, 1 Crónicas 17:4), esté en condiciones de poder hacerlo o que los tales tengan el derecho de imponer a mi fe, como Iglesia de Dios, los pequeños edificios que levantaron. Sin embargo, estoy muy lejos de creer que no haya habido iglesias en el tiempo pasado, cuando Dios envió a sus apóstoles con el fin de establecerlas. Y, en mi opinión, aquel que no puede distinguir entre el estado en que estaba la Iglesia en aquellos tiempos y su condición actual, no tiene un juicio muy claro en las cosas de Dios.

Si la dispensación no puede ser restaurada, ¿qué es lo que se debe hacer?

Se dirá que la Palabra y el Espíritu permanecen con la Iglesia: ¡Eso —bendito sea Dios— es verdad! Es lo que me da toda mi confianza. Apoyarse en eso es lo que la Iglesia necesita aprender. Por esta razón indago qué es lo que la Palabra y el Espíritu dicen acerca del estado de la Iglesia caída, en lugar de pretender arrogarme la competencia de llevar a cabo lo que el Espíritu dijo acerca del estado original de la Iglesia. De lo que me quejo es de que se hayan seguido pensamientos humanos, al imitar lo que el Espíritu describe de lo que existió en la iglesia primitiva, en lugar de buscar aquello que la Palabra y el Espíritu han declarado acerca de nuestro estado actual. La misma Palabra y el mismo Espíritu que, por Isaías, habló diciendo a los moradores de Jerusalén que permaneciesen tranquilos y que Dios los preservaría de los asirios (Isaías 37:35), dijo por boca de Jeremías que aquel que saliese hacia los caldeos salvaría su vida (Jeremías 21:9). La fe y la obediencia en un caso eran una presunción y una desobediencia en el otro. Algunos objetarán que esto tiende a confundir a los simples; pero la obediencia a la Palabra en la humildad nunca conduce a la confusión; y quiero añadir que aquellos que quieren reorganizar toda la Iglesia, deberían estar bien instruidos en la Palabra y abstenerse de hacer nada bajo el pretexto de la simplicidad. La humildad que siente el verdadero estado de la Iglesia, se habría guardado de una pretensión que impulsa actividades no fundadas en la Palabra. La verdad es que las Escrituras, incluso las que han sido ya citadas, demuestran que el estado de la dispensación, al llegar a su fin, será enteramente opuesto al del principio. Y el pasaje citado de la epístola a los Romanos (11:22) es decisivo sobre este punto: que Dios cortaría la dispensación en lugar de restaurarla, si no permanecía en la bondad de Dios.

El pasaje: “Mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis” (Hageo 2:5), es un principio sumamente seguro y de gran valor. La presencia del Espíritu Santo es la clave de todas nuestras esperanzas. Pero esta alentadora profecía de Hageo jamás condujo a Nehemías, fiel a Dios cuando Israel volvió del cautiverio, a pretender cumplir la tarea que había sido asignada a Moisés, quien había sido fiel en toda su casa (Hebreos 3:2) al comienzo de esa dispensación. No, sino que reconoce, en los términos más claros y conmovedores, la caída condición de Israel, y que estaban “en grande angustia” (Nehemías 9:37). Hace todo lo que la Palabra le autoriza a hacer en las circunstancias en que se encontraba; pero nunca pretendió hacer un arca del pacto, como la había hecho Moisés, y porque Moisés la había hecho, ni establecer la Shekiná[9], lo que sólo Dios podía hacer, ni el Urim y el Tumim[10], ni poner en orden las genealogías mientras el Urim y el Tumim faltasen. Pero se nos dice en la Palabra que gozó de bendiciones de las que no había gozado “desde los días de Josué” (Nehemías 8:17), porque fue fiel a Dios en las circunstancias en que se encontraba, sin pretender hacer nuevamente lo que Moisés había hecho y que el pecado de Israel había destruido. Si hubiese emprendido tal cosa, se habría tratado de un acto de presunción, no de obediencia. En tales circunstancias, nuestro deber es la obediencia, no la imitación de los apóstoles. Es mucho más humillante, pero al menos es mucho más seguro; y he aquí que todo lo que busco, todo lo que pido, es que la Iglesia sea más humilde. Contentarse con el mal a nuestro alrededor como si no pudiésemos hacer nada, no es obediencia; pero tampoco es obediencia imitar las acciones de los apóstoles. La convicción de la presencia del Espíritu Santo nos libera a la vez del mal pensamiento de sentirnos obligados a permanecer en el mal, y de la pretensión de hacer más de lo que el Espíritu Santo está haciendo en este momento, o de considerar como un estado de orden divino cualquiera de estas dos posiciones.

Quizás alguien me pregunte: ¿Es que tenemos que cruzarnos de brazos y no hacer nada hasta que tengamos apóstoles? De ninguna manera. Dudo solamente que sea la voluntad de Dios que se haga lo que hicieron los apóstoles. Y añado que Dios ha dejado a los cristianos fieles, instrucciones suficientes para el estado de cosas en el que se encuentra actualmente la Iglesia. Seguir estas instrucciones es obedecer más fielmente que el intento por imitar a los apóstoles.

Instrucciones dadas por el Espíritu Santo para la condición actual de la iglesia

Además, el Espíritu de Dios está siempre presente para fortalecernos en este camino de verdadera obediencia. Previendo todo lo que sucedería en la Iglesia, el Espíritu de Dios nos ha dado advertencias en la Palabra y, al mismo tiempo, la ayuda necesaria. Si nos dice que “en los postreros días vendrán tiempos peligrosos”, y si nos describe a los hombres de aquel tiempo, añade: “A estos evita” (2 Timoteo 3:1, 5). Si nos dice: “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos” (2 Corintios 6:14), y ciertamente esta advertencia vale para todas las edades; si nos dice que somos todos “un cuerpo”, y que, por ende, participamos de un mismo pan (1 Corintios 10:17), y que sin embargo no veo tal unión de los santos, él me dice, al mismo tiempo, que allí donde dos o tres están reunidos al nombre del Señor Jesús, Él está en medio de ellos (Mateo 18:20). Pero Sus instrucciones son aún más precisas que esto. Para consuelo en todos los tiempos, podemos contar con estas palabras: “Conoce el Señor a los que suyos”; pero para nuestra propia instrucción, se nos ordena: “Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2 Timoteo 2:19). Cuando veo que la iniquidad se ha establecido, debo apartarme de ella. Pero hay más aún en este pasaje: aprendemos que “en una casa grande” —como la que ha llegado a ser la iglesia profesante—, hay vasos para deshonra, y que si uno se limpia de éstos, vendrá a ser entonces un vaso para honra, útil para el uso del Señor. Y el hombre de Dios es exhortado a seguir “la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor” (v. 20-22).

Los que se esfuerzan por formar iglesias parecen, aunque con buenas intenciones, haber enteramente olvidado que necesitamos poder así como dirección. Cuando se nos dice que las directivas dadas a las iglesias son para todos los tiempos y todos los lugares, pregunto si son para tiempos y lugares en los que no existan iglesias. Y volvemos siempre a esta pregunta: Si la dispensación está en ruinas, ¿quién debe establecer iglesias? Una vez más, preguntaría: Las instrucciones que da el apóstol sobre el uso del don de lenguas, ¿son para nuestros tiempos? Sin duda que sí, si es que tenemos este don; pero esta condición es ciertamente una modificación muy importante de vuestra norma, y el eje alrededor del cual gira toda la cuestión.
¿Autoriza la Palabra de Dios el nombramiento de presidentes o de pastores?

Los que persisten con tanto anhelo en formar y organizar iglesias, citan las epístolas a Timoteo y a Tito con la más plena confianza, como si sirviesen de dirección para las iglesias en todas las edades, cuando en realidad ellas no fueron dirigidas a ninguna iglesia. Se puede observar que las citas de la Palabra de Dios sobre los temas que más importan a aquellos que organizan iglesias, tales como la elección de ancianos, de diáconos, etc., no pueden derivarse sino únicamente de estas epístolas; y lo más destacable es que estos compañeros del apóstol, que gozaban de su confianza, fueron dejados en las iglesias, o enviados a ellas cuando ellas ya existían, a fin de seleccionar a dichos ancianos cuando el apóstol no lo había hecho por sí mismo (Tito 1:5); lo que es una prueba evidente de que el apóstol no podía conferir a las iglesias el poder de elegir a sus ancianos, aun cuando las iglesias que él mismo había formado todavía existían; y sin embargo, todo esto se nos presenta como instrucciones para las iglesias en todas las edades.

Un nombramiento oficial es una usurpación de la autoridad apostólica, y es contrario al orden y a los principios según los cuales ella tenía lugar entonces. Pero los santos no han sido dejados sin recursos cuando Dios obra en gracia. Los pastores, maestros y evangelistas son dones que tienen su lugar en la unidad del cuerpo y que se ejercen normalmente dondequiera que la gracia de Dios los da; en 1 Corintios 16:15-16 vemos que el Espíritu Santo exhorta a los santos a someterse a todos aquellos que se han consagrado de todo corazón a la obra en el Señor. Paralelamente 1 Tesalonicenses 5:12 y Hebreos 13:17 enseñan esta misma sumisión piadosa a aquellos que trabajan, y que asumen así el papel de guías en la obra del Señor.

Los hijos de Dios sólo tienen que reunirse sobre la base de la promesa del Señor

¿Cuál, pues, ha sido mi propósito al escribir estas páginas? ¿Que los creyentes no hagan nada? No; sino que lo he hecho con el deseo de que se tenga menos presunción, de que haya más modestia en lo que pretendemos hacer, y de que lleguemos a ser tanto más conscientes del estado de ruina al que hemos reducido la Iglesia.

Si me decís: «Me he separado del mal que mi conciencia desaprueba, y que es contrario a la Palabra»; está muy bien. Si insistís en el hecho de que la Palabra de Dios quiere que los santos sean uno y que estén unidos, sobre la base de su promesa de que allí donde dos o tres están reunidos en el nombre del Señor Jesús, Él está en medio de ellos, y que por ello os “reunís”, de nuevo digo que está muy bien. Pero si luego decís que habéis organizado una iglesia, o que os habéis asociado con otros para hacerlo; que habéis elegido a un presidente o a un pastor, y que, habiendo hecho esto, ahora sois una iglesia, o la Iglesia de Dios en el lugar donde estáis, os pregunto: queridos amigos, ¿quién os ha autorizado para hacer todo eso? Según vuestro principio de imitación (aunque imitar el poder sea algo absurdo, y el reino de Dios consiste “en poder”, 1 Corintios 4:20), ¿dónde se encuentra todo esto en la Palabra? En ella no hay rastros de que las iglesias hayan elegido presidentes o pastores. Me diréis que debe ser así para mantener el orden. Mi respuesta es que no puedo abandonar el terreno de la Palabra. “El que conmigo no recoge, desparrama” (Mateo 12:30). Decir que eso debe ser así, es hacer únicamente un razonamiento humano. Vuestro orden, constituido por la voluntad humana, pronto será visto como desorden a la vista de Dios. Si sólo hay dos o tres que se reúnen al nombre de Jesús, Él estará allí. Si Dios suscita pastores entre vosotros, o si los envía a vosotros, está muy bien, es una gran bendición. Pero, desde el día en que el Espíritu Santo formó la Iglesia, no tenemos registro alguno en la Palabra de que la Iglesia los haya elegido.

¿Qué, pues, se debe hacer? —me dirán—. Pues debemos hacer lo que la fe hace siempre, es decir, reconocer su debilidad y ponerse bajo la dependencia de Dios. Dios, en todos los tiempos, es suficiente para Su Iglesia. Es de vital importancia que nuestra fe se aferre tenazmente a la verdad de que, cualquiera que fuere la ruina de la Iglesia en la tierra, en Cristo están siempre toda la gracia, la fidelidad y el poder que exigen las circunstancias en las que la Iglesia se encuentre. Él nunca falla. Si son tan sólo “dos o tres” que tienen la fe para ello, que se reúnan. Descubrirán que Cristo está en medio de ellos. Invocadle. Él puede suscitar todo lo necesario para la bendición de los santos, y seguramente lo hará. No es el orgullo y la pretensión de ser algo, cuando no somos nada, lo que nos garantizará la bendición. ¿En cuántos lugares no se ha estorbado la bendición de los santos por esta elección de presidentes y pastores? ¿En cuántos lugares los santos no se habrían reunido con gozo en virtud de la promesa hecha por Cristo a los “dos o tres”, si no hubiesen sido atemorizados por esta pretendida necesidad de organización y por acusaciones de desorden (como si el hombre fuese más sabio que Dios), y si este temor al desorden no los hubiese persuadido a continuar un estado de cosas que ellos mismos reconocen como malo? Tampoco la constitución de estos cuerpos organizados impide de ninguna manera el dominio de un solo hombre, o la lucha entre varios. Ella tiende más bien a provocar ambas cosas.

Lo que la Iglesia necesita muy especialmente es un profundo sentimiento de su ruina y de su necesidad. Este sentimiento hace que se vuelva a Dios para refugiarse en Él con confesión, y que se separe de todo mal conocido, reconocer la autoridad de Cristo como de Aquel que domina como Hijo sobre Su propia casa, y al Espíritu de Dios como el único poder de gobierno en la Iglesia. Al hacerlo, la Iglesia reconoce también a cada uno que Él envía, según el don que el tal haya recibido, y ello con acciones de gracias a Aquel que, por este don, vuelve a tal o cual hermano el siervo de todos, bajo la autoridad de la Cabeza, del gran Pastor de las ovejas. Reconocer que el mundo sea la Iglesia o pretender restaurar la Iglesia, son dos cosas igualmente condenadas por la Palabra y desprovistas de su autoridad.

Si me preguntan, ¿qué hemos de hacer entonces? Respondo: ¿Por qué estáis siempre pensando en hacer algo? Una posición muy humilde, por cierto, pero bendecida por Dios en proporción, es reconocer el pecado que nos ha traído a donde estamos, humillarnos completamente delante del Señor, y, tras separarnos de toda iniquidad conocida, apoyarnos en Aquel que es capaz de hacer todo lo que es necesario para nuestra bendición, sin que nosotros mismos pretendamos hacer más de lo que la Palabra nos autoriza.

Un punto de la mayor importancia, que aquellos que quieren organizar iglesias parecen haber perdido totalmente de vista, es que el poder es algo real, y que sólo el Espíritu Santo tiene el poder para reunir y edificar la Iglesia. Ellos parecen creer que desde el momento que tienen ciertos pasajes de la Escritura, no tienen nada que hacer excepto seguirlos; pero bajo la apariencia de la fidelidad, se agazapa en esto un error funesto: se deja de lado la presencia y el poder del Espíritu Santo. No podemos seguir la Palabra sino por el poder de Dios. Ahora bien, la constitución de la Iglesia fue un efecto directo del poder del Espíritu Santo. Dejar de lado este poder y mantener la pretensión de copiar la Iglesia primitiva, es engañarse a uno mismo de una manera muy extraña. Debo por tanto precisar que cuando se trata de un simple acto de obediencia, el cristiano no debe esperar a tener el poder: la gracia constante de Cristo es su poder para obedecer la Palabra. En lo que precede, me he estado refiriendo al poder para llevar a cabo una obra divina en la Iglesia.

Sé que aquellos que consideran estos pequeños cuerpos organizados como iglesias de Dios no ven más que meras asambleas de hombres en toda otra reunión de hijos de Dios. Hay una respuesta muy sencilla a este respecto. Estos hermanos no tienen ninguna promesa que les autorice a establecer de nuevo las iglesias de Dios cuando las tales han caído, mientras que sí hay una promesa positiva de que allí donde hay dos o tres congregados al nombre de Jesús, Él está en medio de ellos. De modo que no hay promesa alguna en favor de un sistema por el cual los hombres organizan iglesias, mientras que sí hay una promesa para estar “congregados a Su nombre” que tantos hijos de Dios menosprecian.

¿Y cuál es el efecto de las pretensiones de estos cuerpos? Se repugna y se rechaza a aquellos que comparan estas pretensiones con la realidad; mientras que multitudes de ellos se hallan formados separadamente los unos de los otros por los diversos puntos de vista y opiniones de aquellos que los forman, y esto impide el resultado deseado que es la reunión de los hijos de Dios. En tal o cual localidad los dones de pastor pueden producir mucho efecto; o puede suceder que todos los cristianos estén unidos y que haya mucho gozo; pero el resultado habría sido el mismo aunque no hubiese ninguna pretensión de ser la Iglesia de Dios.

Resumen

Concluyo con algunas proposiciones:

1.º El objetivo deseado es la reunión de todos los hijos de Dios.

2.º Tan sólo el poder del Espíritu Santo puede llevar esto a cabo.

3.º Ningún número de creyentes tiene necesidad de esperar que este poder produzca la unión de todos (con tal que actúen en el espíritu de unidad que, realizado, reuniría a todo el cuerpo de Cristo), porque tienen la promesa de que allí donde hay dos o tres congregados al nombre del Señor, Él está en medio de ellos, y dos o tres pueden contar con esta promesa.

4.º En ninguna parte del Nuevo Testamento aparece la necesidad de la ordenación de ministros para la administración de la Cena; y es evidente que el propósito para el cual los cristianos se reunían el primer día de la semana (el día del Señor o domingo) era para partir el pan (Hechos 20:7; 1 Corintios 11:20, 23).

5.º Toda comisión de parte de los hombres para predicar el Evangelio es una cosa totalmente desconocida en el Nuevo Testamento.

6.º La elección de presidentes y de pastores por la Iglesia tampoco tiene justificación alguna en el Nuevo Testamento[11]. Elegir un dirigente es un acto puramente humano, sin ninguna autorización. Es una mera intervención de nuestra propia voluntad en lo que concierne a la Iglesia de Dios, y es un acto que está plagado de malas consecuencias. Elegir pastores es una peligrosa usurpación de la autoridad del Espíritu Santo, que distribuye los dones “como él quiere”. Gran pérdida sufre aquel que no recibe provecho del don que Dios concede a otro. Cuando se nombraron ancianos, ellos fueron establecidos, ya por los apóstoles, ya por aquellos que eran enviados por ellos a las iglesias (Hechos 14:23; Tito 1:5). Si la Iglesia está en un estado de ruina, Dios es suficiente incluso para este estado de ruina; Dios conducirá y dirigirá a sus hijos, si andan en humildad y en obediencia, sin pretender hacer lo que Dios no los ha llamado a hacer.

7.º Es evidentemente el deber de un creyente separarse de toda acción que no sea conforme a la Palabra (aunque soportando a aquel que lo hace por ignorancia). Y su deber demanda de él este paso, aun cuando su fidelidad lo tuviese que llevar a mantenerse aislado, y aunque, como Abraham, se viera obligado a salir sin saber a donde va.

Observaciones finales

Mi propósito, en estas breves páginas, no ha sido el de demostrar ni el estado de ruina de la Iglesia, ni la imposibilidad de que la actual dispensación pueda ser restaurada, sino más bien proponer una cuestión que generalmente es mal entendida por aquellos que quieren organizar iglesias. La ruina de esta dispensación ha sido brevemente considerada en un tratado «sobre la apostasía de la presente dispensación»; pero debido a que un hermano a quien le fueron leídas estas páginas se sintió despertado acerca de esta cuestión de la ruina de la dispensación y tuvo el deseo de ofrecer alguna prueba para satisfacer a los que tuviesen una misma inquietud, añado algunos pasajes:

1. La parábola de la cizaña del campo (Mateo 13) es el juicio del Señor sobre este punto: que el mal introducido por Satanás en el campo donde se había sembrado la buena semilla, no sería destruido, sino que proseguiría hasta la siega. Téngase presente que esta parábola no tiene nada que ver con la cuestión de la disciplina entre los hijos de Dios, sino que trata del remedio aportado para el mal introducido por Satanás en la propia dispensación, “mientras dormían los hombres”, y de la restauración de la dispensación a su condición original. Esta cuestión la resuelve el Señor sumariamente y con autoridad de una manera negativa, puesto que él dice que, durante la duración de la dispensación, no se aplicará remedio al mal; que la siega, es decir el juicio, lo extirpará, y que hasta entonces el mal continuará. Recordemos aquí que nuestra separación del mal y nuestro regocijo de la presencia de Cristo con los “dos o tres” es algo totalmente diferente de la pretensión de restablecer la dispensación, ahora que el mal la invadió. Lo primero es a la vez un deber y un privilegio; lo segundo es el fruto del orgullo y del menosprecio de las instrucciones de la Palabra.

2. El capítulo 11 de la epístola a los Romanos ya citado declara expresamente que la dispensación actual será tratada como la que le precedió, y que si no continuaba en la bondad de Dios, sería cortada y no restaurada.

3. El capítulo 2 de la segunda epístola a los Tesalonicenses nos declara que el “misterio de la iniquidad” ya estaba operando, y que cuando fuese quitado de en medio un obstáculo que existía entonces, se revelaría el “inicuo”; que el Señor lo consumiría “con el espíritu de su boca”, y lo destruiría “con el resplandor de su venida”. Así, el mal que se había introducido ya en los días de los apóstoles, debía continuar, madurar, ser manifestado y consumido por la venida del Señor.

4. El capítulo 3 de la segunda epístola a Timoteo nos enseña lo mismo, es decir, la ruina de la dispensación, y no su restauración, y que, en los postreros días, “vendrán tiempos peligrosos”; que los hombres serán “amadores de sí mismos” (y el Espíritu Santo añade: “a los tales evita”); que “los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados”.

5. Judas nos muestra también que el mal, que ya se había infiltrado en la Iglesia, sería el objeto del juicio a la venida del Señor. (Compárense los versículos 4 y 14). Y esta terrible verdad es confirmada por la analogía de todos los caminos de Dios con los hombres, es decir, que el hombre ha pervertido y corrompido lo que Dios le había dado para su bendición, y que Dios nunca ha reparado el mal, sino que ha introducido algo mejor después de haber juzgado la iniquidad. Y esta cosa mejor ha sido a su vez corrompida, hasta que al final llegue la bendición eterna. Cuando la dispensación fue una revelación positiva hecha a los pecadores, como fue el caso bajo la ley, Dios reunió un débil remanente de creyentes de entre los incrédulos, y los introdujo en la nueva bendición que había establecido en lugar de la que había quedado corrompida, transplantando, por ejemplo, el residuo de los judíos dentro de la Iglesia, y así sucesivamente. En el pasaje de Romanos 11, el Espíritu Santo nos enseña que el Señor actuará de la misma manera con la dispensación actual.

6. Lo mismo vemos en el Apocalipsis. Tan pronto como llegan a su fin “las cosas que son” (esto es, las siete iglesias), el profeta es llevado al cielo, y lo que sigue no es una iglesia reconocida, sino la Providencia de Dios en el mundo.

No he hecho más que citar aquí unos pocos pasajes concretos; pero cuanto más estudiemos la Palabra de Dios, tanto más esta solemne verdad se halla confirmada. Digo, pues: hagamos todo lo que nos sea dado hacer, pero no pretendamos hacer cosas que sobrepasen lo que el Señor nos ha dado; y no demos lugar así a las pretensiones y a las debilidades de la carne. La humildad de corazón y de espíritu es la manera segura de no encontrarnos luchando contra la verdad; porque Dios da gracia a los humildes. ¡Que su nombre de gracia y de misericordia sea eternamente alabado!
NOTAS

[1] N. del T.— Cuando estas líneas fueron escritas en 1840, en todos los países de la cristiandad existía una Iglesia nacional, reconocida por el Estado y con cargo al presupuesto del Estado, católico en los países de profesión católica, protestante en los países de profesión protestante. En algunos de ellos, ambas «religiones» coexistían como religiones del Estado. En este artículo, las iglesias protestantes de esta naturaleza se designan bajo el nombre de «nacionalismo», y el autor hace especial referencia a la Iglesia anglicana, que era la Iglesia oficial o establecida de Inglaterra. Junto a estas iglesias oficiales o establecidas, existían agrupaciones que se hallaban separadas por diversas circunstancias y que el autor designa bajo el nombre de «disidencia». Estas «iglesias disidentes» llevaban —como hoy las diversas denominaciones— cada una un nombre o título: Iglesia metodista, Iglesia bautista, etc.

[2] N. del T.— En rigor, la palabra “dispensación” (del griego oikonomía, es decir, economía, Efesios 1:10) no hace referencia a ningún período de tiempo particular o edad (lo cual en el Nuevo Testamento se expresa mediante la palabra aion, esto es, siglo o edad). Significa «mayordomía» o, más bien, «administración». El propio J. N. Darby escribió: «Una dispensación es cualquier trato ordenado de Dios en que el hombre ha sido puesto antes de su fracaso o caída (caída con respecto al dispuesto orden y camino de Dios, como por ejemplo cuando Noé se embriagó después de recibir el gobierno), y que, habiendo sido probado, ha fallado, y, por tanto, Dios se ha visto obligado a actuar por otros medios» («The Dispensations and the Remnants» Collectania, p. 41, 1839).

Aquí, este término designa el propósito de Dios en el período cristiano; además, puede designar también la cristiandad, o sea, el conjunto de aquellos que, en un momento dado, profesan ser cristianos, ya se trate de verdaderos creyentes o no. Este conjunto siempre se considera como una entidad responsable. J. N. Darby hace notar que después de la formación de la Iglesia en el día de Pentecostés (Hechos 2) este conjunto perdió muchos de los rasgos que constituían su belleza y la fuerza de su testimonio al principio. Y esto es lo que el autor llama «la caída de la dispensación». La expresión «dispensación judía», designa, en contraste con «la dispensación cristiana», el período durante el cual el pueblo de Israel, hasta Cristo, fue puesto bajo el régimen de la ley mosaica, dispensación que fue introducida por la acción combinada del gobierno y del llamamiento nacional de Israel.

[3] N. del T.— Es decir, un concepto que no había aparecido antes de la Reforma (hacia 1530).

[4] N. del T.— Esta frase describe lo que el autor llama en otra parte de este texto: «la condición caída de la dispensación actual».

[5] N. del T.— Véase la nota 2; aquí se trata de la cristiandad, considerada como entidad responsable.

[6] N. del A.— O, mejor dicho, los cristianos de que éstas se componen. La iglesia en la tierra no es un mero agregado de iglesias locales, sino de todos los miembros del Cuerpo. La iglesia local, en el Nuevo Testamento, no es más que la expresión o representación de toda la Iglesia en dicha localidad, debido a la imposibilidad geográfica de que todos se puedan reunir en un mismo lugar en el tiempo.

[7] N. del A.— El principal defensor de las iglesias disidentes, un hombre excelente, estaba en este lugar.
[8] N. del A.— El lardonismo y otros grupos de carácter análogo son los únicos que mantienen un curso coherente a este respecto, y por ello están absolutamente en un error. Por una feliz inconsistencia en los que forman actualmente estas pequeñas iglesias de Dios en diversos lugares, ellos, sin embargo, consideran a los creyentes que no forman parte de su grupo como perteneciendo plenamente a la Iglesia de Dios.

[9] N. del T.— La Shekiná era aquella gloria de Jehová que llenaba el interior del tabernáculo, mientras que afuera la nube se mantenía sobre él (Éxodo 40:34, véase también 1.º Reyes 8:10-11).

[10] N. del T.— «Urim y Tumim», en hebreo significa literalmente «Las luces y las perfecciones» en el pectoral del juicio (Éxodo 28:15-21, 30; Nehemías 7:64-65).

[11] N. del T.— Véase el apéndice sobre Hechos 14:23

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